Relato

 

Inspiración de hoy: La vida breve (fragmento), 1950.

Autor: Juan Carlos Onetti (Montevideo, 1909- Madrid, 1944).

[…] Díaz Grey estaría mirando, a través de los vidrios de la ventana y de sus anteojos, un mediodía de sol poderoso, disuelto en las calles sinuosas de Santa María. Con la frente apoyada y a veces resbalando en la suavidad del cristal de la ventana, próximo al rincón de las vitrinas o al hemiciclo del escritorio desordenado. Miraba el río, ni ancho ni angosto, rara vez agitado; un río con enérgicas corrientes que no se mostraban en la superficie, atravesado por pequeños botes de remo, pequeños barcos de vela, pequeñas lanchas de motor y, según un horario invariable, por la lenta embarcación que llamaban balsa y que se desprendía por las mañanas de una costa con ombúes y sauces, para ir metiendo la proa en las aguas sin espuma y acercarse, balanceándose, al doctor Díaz Grey y a la ciudad donde vivía. Una balsa cargada de pasajeros, con un par de automóviles sujetos con cables, trayendo los matutinos de Buenos Aires, transportando tal vez canastas de uvas, damajuanas rodeadas de paja, maquinarias agrícolas.
«Ahora la ciudad es mía, junto con el río y la balsa que atraca en la siesta. Ahí está el médico con la frente apoyada en una ventana; flaco, el pelo rubio escaso, las curvas de la boca trabajadas por el tiempo y el hastío; mira un mediodía que nunca podrá tener fecha, sin sospechar que en un momento cualquiera yo pondré contra la borda de la balsa a una mujer que lleva ya, inquieta entre su piel y la tela del vestido, una cadenilla que sostiene un medallón de oro, un tipo de alhaja que ya nadie fabrica ni compra. El medallón tiene diminutas uñas en forma de hoja que sujetan el vidrio sobre la fotografía de un hombre muy joven, con la boca gruesa y cerrada, con ojos claros que se prolongan brillando hacia las sienes.»

Fortunato Lacámera (Buenos Aires, 1887 – 1951) @Museo Nacional de Bellas Artes (Buenos Aires)

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

Relato 2 de abril de 2020: Helados y Coronavirus

Autor: Hector Perdomo Velazquez.

Son las tres de la tarde y el sol entra caliente por mi ventana. Afuera, el viento juega con las hojas de los árboles y una parvada de loros gritonea entre las flores anaranjadas de un tulipán africano. Es el día 29 de la cuarentena de la era del coronavirus COVID-19 del siglo XXI. También es un viernes de fin de mes, pero podría ser un lunes o un miércoles, da igual. He perdido el sentido del tiempo, los relojes están aburridos esperando administrar las actividades de mi día, con horas, minutos y segundos.
A la distancia en el silencio de la calle se escucha la peculiar campanilla del señor de los helados. El ministro de salud aparece molesto todos los días en la televisión, para rogar a la población que se quede en casa para evitar el contagio. No hay peatones y rara vez pasa un auto por la calle, 5 millones de personas observan al ministro dentro de sus casas. La campanilla vuelve a romper el silencio ahora más cerca.
Tengo casi un mes durmiendo 10 horas, preparando café con 3 cucharaditas, leyendo noticias en los mismos 4 periódicos y compartiendo casa con los mismos 2 gatos. Abrir los ojos, desayunar, leer las noticias, bañarme, preparar el almuerzo, ver alguna serie policíaca y cerrar los ojos otra vez. Cada día a la misma hora, el paisaje sonoro se altera al escucharse la campanilla del señor de los helados.
Los he visto por toda la ciudad, no sé de dónde vengan ni a dónde vayan. Me pregunto si siguen la misma ruta o caminan libres hacia donde creen que la gente necesita un helado. Siempre es un señor tras un carrito colorido de alguna empresa local de helados. Me imagino la humilde casa del señor, con un gran congelador lleno de cientos de helados y paletas que tiene que vender durante la semana. ¿Cuántas horas puede durar un helado en aquel carrito que sube la cuesta a 30 grados centígrados?
La bruja no está, el gato negro que habita mi casa sube a mi cama para enroscarse y dormir, quizás por la noche saldrá a hacer hechizos y atravesarse en el camino de alguna persona para causarle mala suerte. Un dinosaurio de plástico me observa entre plantas desde mi balcón, el Parasaurolophus producía sonidos por el viento que soplaba por su peculiar cráneo, mi dinosaurio de juguete produce un irrisorio sonido con un diminuto aparato bajo su panza. Es un sonriente dinosaurio construido con plástico, producido por restos fósiles de feroces dinosaurios de carne y hueso, – vaya ironía.
Miro el mapamundi entre círculos rojos. 586,140 infectados confirmados y 26,943 personas fallecidas. Al escribir este siguiente renglón una anciana italiana que sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial ha perdido la batalla contra un organismo de 400 micras. La curva lineal se vuelve exponencial, hoy Estados Unidos tiene más infectados que China, el país de origen del contagio. Nadie podrá despedir a la anciana que será cremada con otros 919 muertos, que por cierto no volverán a comer gelatos. ¿Se han preguntado de qué sabor será el último helado que coman en su vida?
Mi barrio se ubica sobre la ladera de una montaña, las sinuosas calles suben y bajan, giran y dan vuelta una y otra vez sobre ríos, puentes y contadas planicies. Este abominable hombre de las nieves empuja su carrito por pendientes pronunciadas, el mismo número de veces también tiene jalar el peso para que el pequeño vehículo no se vaya corriendo a toda velocidad cuesta abajo. Si yo fuera aquel hombre, al final de cada pendiente me comería un sándwich de chocolate helado. Vaya fuerza de voluntad cargar con tan helada carga, caminando bajo los rayos calientes del sol.
Dicen que actualmente un virus puede transportarse por el mundo en menos de 36 horas. Comentan que tardarán al menos un año en probar las vacunas y repartirlas a toda la población del planeta. Según la receta de mi abuelo, hay que girar el bote con la mezcla en el hielo durante 2 horas, para hacer un buen helado. Y según un reportaje de Antena 3, una bola de helado tarda 5 minutos en derretirse bajo 32°C de calor. Estoy seguro de que un helado de pistache dura menos tiempo en mi boca.
Cuando era niño, mis padres me llevaban los fines de semana a comer Helados Chiandonni en la colonia Nápoles, atravesábamos la mitad de la Ciudad de México desde Villa Coapa sólo para comer un helado en menos de 5 minutos. Luego de adulto tuve la fortuna de vivir a pocas calles de la misma heladería italiana, las meseras me saludaban, estoy seguro de que trataban de adivinar si pediría plátano o mamey, cualquier sabor es una delicia. En mi infancia no había epidemias mundiales, nunca tuve sarampión, nunca tuve varicela, sería ridículo morir por una gripa en pleno siglo XXI.

Escuché el sonido agudo de la campanilla detenerse y salté con curiosidad desde mi cama. El gato negro siguió soñando con chimeneas y escobas voladoras. El mítico hombre de las nieves estaba en la puerta de mi casa bajo el sol. En silencio, lo vi abrir la tapa de aquel carrito que, como nave espacial expulsó vapor blanco, provocado por la sublimación de la nieve carbónica. Su mano se perdió al entrar en aquel gélido mundo portátil, que transportaba por la ardiente ciudad.
Miré por mi ventana como un astronauta mirando la galaxia, encerrado en una cápsula espacial. Obediente al ministro de salud, no había tenido contacto exterior por 4 semanas. Recordé que por la mañana el Papa Francisco había pedido orar por médicos, enfermeros y hasta por el personal de supermercados, pero no por el hombre de los helados. ¿Existirá el virus en el mundo del hombre de los helados?
Abrí la puerta por primera vez en días y con un guante de plástico blanco, tomé entre mis manos aquel helado tesoro. Galleta y chocolate se fundían rápidamente entre mis dedos, mi sonrisa se perdió detrás de un cubrebocas verde. El sonido peculiar de las campanillas del carrito se alejó por la calle, entre gritos de loros que veían el atardecer. Es curioso pensar que los médicos llevarán por el mundo las vacunas del coronavirus en una hielera gélida. Quiero imaginar un mundo en donde el señor de los helados reparta vacunas por las calles y los médicos repartan helados de fresa a los enfermos del mundo.
La calle se quedó sola y en silencio nuevamente. Hoy dormiré 10 horas y mañana prepararé otra vez café con 3 cucharaditas, mi ciclo de vida se repetirá varias veces más durante la cuarentena. Quisiera regresar el tiempo y comer más helado en un mundo sin pandemias. No queda más que confiar en que el señor de los helados llegue mañana con la cura, o con un helado para mantener la esperanza de que saldremos pronto a caminar por las calles del mundo.
Un helado para aquellos que comprendieron que nadie se salva solo.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Relato 3 de abril de 2020: Yo me lavo las manos.

Autor: Enrique M. Rodríguez Balsa.

Entre los recuerdos de la infancia o los que guardamos de la infancia de nuestros hijos, la insistencia en lavarse las manos antes de comer o al volver de jugar en la calle con los amigos es probablemente uno de los que más recordamos, por recurrentes. En dura lucha con el mantenimiento del orden de la habitación, quizás.

Y es que lavarse las manos era probablemente considerado como una exageración paterna…y materna. “Lo que no te mata, te hace más fuerte”, “lo que no mata, engorda” alegábamos. Además, seguir el ritual purificador no era divertido ni agradable.

La expresión ha tenido desde muy antiguo un valor testimonial muy fuerte pero éticamente reprobable.Cuando no había modo ordinario de resolver un delito por imposibilidad de identificar a su autor, los ancianos del pueblo tenían la facultad de darlo por resuelto lavándose las manos en el lugar de su comisión. La responsabilidad quedaba liberada y la autoridad declinaba la responsabilidad de su resolución.

Un significado parecido nos ha llegado a la actualidad. “Lavarse las manos” tiene una primera acepción de “desentenderse de un asunto que te atañe”. Aunque tengamos interés o responsabilidad en la situación, por desacuerdo con el modo de gestionarla nos ponemos de perfil y miramos hacia el este por si sale el sol. Dejamos solo a alguien, fundamentalmente. Su malignidad está en relación con nuestro grado de responsabilidad en el asunto.

Repugnancia ante la acción de otros” es un segundo nivel. Probablemente no tenemos nada que ver con unbuen embrollo o una situación embarazosa, pero decidimos dar un paso adicional atrás y manifestar nuestro desagrado.

Los que asistíamos a Misa antes de la eclosión de nuestro odioso COVID19 -desde luego más por necesidad que porpostureo o autosuficiencia- la solemos identificar directamente con la decisión del procurador Poncio Pilato, entregando a Jesús al Sanedrín judío con tres agravantes: desistir de su responsabilidad legal, no hacer caso al sueño de su mujer acerca del carácter de “justo” de su prisionero y traición a su conciencia por darse cuenta de que tenía a la Verdad delante y despreciarla. Desde entonces, el pobre Pilato carga con pesar con un sambenito histórico. La escena se nos graba en el corazón como una dejadez infinita y una traición a los principios.

Pero ataca el COVID19 nuestro modo de vida y la expresión “yo me lavo las manos” ha recibido un gran arreglo cosmético, higiénico y ético:

Lavarse las manos durante el tiempo de dos ‘cumpleaños feliz’”: ya no sólo hacerlo bien. Hemos precisado su duración y su ritual, con numerosos titulares que nos enseñan a limpiar un elemento fundamental de nuestra salud física.
Lavarse las manos” es una de las acciones básicas con las que cada individuo colabora y se responsabiliza en algo que queda -quizás- muy lejos de su responsabilidad directa y diaria, como lo es la salud pública. Es un recuerdo de nuestro compromiso colectivo.
“Lavarse las manos” recibe un nuevo significado de generosidad. No sólo es una forma de pensar en nuestra salud, sino de ser corresponsable en el mantenimiento de la salud de los demás. Nuestras manos contagiadas pueden dejar una huella letal en cualquier elemento público que dañe a los demás.
“Lavarse las manos” es hoy un arma de guerra. Los tutoriales tan divertidos de padres que dibujabanvirus en las manos de sus hijos para que los borraranrestregando sus manos y la entrega de los chavales en la tarea son un modo pedagógico de reflejar que el que se lava las manos se entrega en la batalla.
Lavarse las manos” ha recibido la consideración de expresión ética de compromiso público, superando su antigua concepción de desdén o desentendimiento.

El caso es que intuimos que un efecto parecido puedeextenderse a otras expresiones. O situaciones. O convicciones. O acciones.

Intuimos que conceptos como “rentabilidad”, “sostenibilidad”, “solidaridad”, “prevención”, “compasión”, “equilibrio”, “prioridades”, “objetivos”, “beneficios”, “vida” … necesitan un buen retoqueestético, higiénico y -sobre todo- ético.

Yo me lavo las manos”. Me atrae el reto.

 

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

Día 5 de abril de 2020: Necesidad.

Autora: Paula Carmona Mayoral.

Día veintiocho y un cuarto. Día veintiocho y un medio. Día veintiocho y tres cuartos. Día veintinueve. Día veintinueve y un cuarto. Día veintinueve y un medio. Día veintinueve y tres cuartos. Día treinta. Seguía sin obtener respuesta. Su última hora de conexión no había cambiado. En treinta días, su última hora de conexión no había cambiado. Olvídate, pensaba. Olvídate. Y es que, ¿acaso tenía alguna necesidad de saber de él?

Día treinta y dos y un sexto. Día treinta y dos y un tercio. Día treinta y tres menos un cuarto. Necesitaba chocolate. Podría comer Nocilla, pero se sentiría después demasiado pesada. Optó por el bizcocho de chocolate con pepitas de chocolate mojado en una taza de chocolate. Todo de Mercadona. Y es que, ¿acaso importaba la pesadez?

Día treinta y cuatro y mediodía. Sin ganas de siesta. Día treinta y cuatro y mediodía y un octavo. Sin ganas de trabajar. Con ganas de Netflix. Día treinta y cuatro y tarde a un cuarto de noche. Con más ganas de Netflix. Cero trabajo. Día treinta y cuatro y noche cerrada. Siete horas de Netflix. Hora de dormir. Y es que, ¿acaso no lo merecía?

Día treinta y ocho y lunes. Lunes de primer día se semana. Lunes de producción. Lunes de Microsoft Office. Lunes de correo electrónico. Lunes de catarsis. Lunes de tragedia. Lunes de muerte. Día treinta y ocho y lunes a un quinto de martes. Abre el WhatsApp, conversación con él, última hora de conexión quitada, sin respuesta. Y es que, ¿acaso es un to be continued de la vida?

Día cuarenta y a la mierda. Ella se levanta, coge el bizcocho de chocolate con pepitas de chocolate de Mercadona, enciende el portátil, abre Netflix, come con las manos, busca la serie más vista del país en esta semana, se tumba en la cama, cierra el email, se acurruca y coge el móvil. Abre WhatsApp, conversación con él, última hora de conexión quitada, sin respuesta, cuarenta días sin respuesta. Línea de puntitos arriba a la derecha, más, bloquear. No, atrás. Escribir: QUE TE JODAN. A TI, A TUS TIEMPOS, A TUS DUDAS Y A TU TOXICIDAD. Emoji cara amarilla con besito rojo de corazón. Bloquear. Día cuarenta y a la mierda. Bizcocho de chocolate con pepitas de chocolate de Mercadona. Ganas de Netflix. Sufrimiento cero. Qué necesidad.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 7 de abril de 2020: Rechinar de dientes.

Autora: Ana Isabel Sánchez Caballero.
Los dientes le rechinaron aquella mañana de nuevo. Fue apenas un segundo, pero lo suficiente para que la tensión se hiciera presente, se extendiera de la lengua a la mandíbula hasta descender por la garganta. La almohada estaba humedecida de babas. ¿Cuántas veces había escuchado el despertador ? La música aséptica del móvil le irritaba, deseaba que el sonido se extinguiera, que pudiera apagarse telepáticamente – ¿cuándo se inventaría esto ? – pero el móvil ni siquiera era el suyo, estaba del otro lado de la cama y él parecía no tener ninguna intención de apagarlo puesto que era capaz de seguir durmiendo sin oírlo.
Ya que estaba despierta ahora, podría levantarse y seguir una buena disciplina. La vida le parecía algo importante y ya se había dado cuenta de que para ser dueña de sus decisiones necesitaba una rutina. Misma hora, misma actividad, un día tras otro. Como el agua que poco a poco erosiona la roca, lenta pero inexorablemente. Ansiaba esta rutina al mismo tiempo que ejercía sobre ella un pavor absoluto. La uniformidad, las semanas y meses iguales, un metrónomo uniforme, el presente estirándose como un chicle y un día, el cambio imperceptible, la satisfacción del objetivo cumplido, la transformación de capullo a mariposa. Pero también la ansiedad, la sensación de un tiempo que toma forma viscosa entre los dedos, el pensamiento encorsetado dentro de las delimitaciones ficticias de la agenda. ¡Y todos esos vídeos y libros sobre la productividad en todas sus formas posible ! La época del confinamiento no era una excepción : Astucias para mantener la línea durante la cuarentena. Aprovechar el confinamiento para desarrollar proyectos. Se levantó sin un plan fijo, sin mantra positivo en la cabeza. Y al dejarse llevar, se vio atraída por la persiana cerrada de la terraza como una polilla a la luz. Apoyó el botón del mecanismo eléctrico ansiosamente, queriendo recibir lo más pronto posible el contacto de los rayos del sol, esto solía acabar de despertarla. Un moscardón había pasado la noche aprisionado entre la persiana y el cristal de la ventana y aprovechó la mínima apertura para salir disparado. Su mancha negra osciló en vaivenes por el balcón hasta desaparecer de la vista. Esperó que se fuera para salir. El sol estaba bien presente pero un aire helado le erizó la piel de los brazos blancos. Se sentía expuesta como en un escaparate, despeinada y en pijama, pero imaginó que si algún vecino estuviera viéndola podría comprender sus salidas sin componer al balcón.
– ¿Cuál es tu plan para hoy ?- preguntó el novio en calzoncillos, recién levantado.
– Tengo que hacer un trabajo para mañana y me gustaría bajar por fin hoy la basura-
– Es verdad, ya toca. No olvides los guantes, dejaremos la puerta de la entrada abierta y así no tendrás que tocar ningún pomo.-
Al principio pensaba que este tiempo podría venirle tan bien para concentrarse en su oposición. Todos sus compañeros parecían plenos, redondos como un Buda feliz terminando una tarea tras otra ; embriagados de la efímera satisfacción del trabajo (bien) hecho que hay que colmar de nuevo con otro objetivo. ¿Esto era avance, evolución o simplemente ilusión de hámster dando vueltas en la rueda ? Sintió de nuevo la tensión en la garganta, de pronto no sabía dónde colocar la lengua para que estuviera relajada y ahora esta se encontraba aprisionada entre los dientes. Conscientemente, relajó los músculos de la mandíbula pero estos volvían una y otra vez a la contracción. La sensación penible de que la concentración iba a ser dura a causa de esta aparente insignificancia le hizo sentirse absurda. Mientras tanto, toda su cavidad bucal cobraba cada vez más protagonismo, ahora los dientes no sabían cómo encajarse, le molestaba terriblemente la existencia de la lengua en la boca.
Inconscientemente alargó el tiempo de la comida. Únicamente al masticar se liberaba de la presencia omnipresente de la tensión bucal, pero sabía que no podía comer eternamente. Sin embargo, quizás podría permitirse coger otro trozo de pan, alargar el postre, comer una fruta y luego quizás un yogur. Estaba ya pesadísima y lo sabía, pero al menos la lengua le había dado tregua el tiempo del amuerzo. Decidió amorrarse entonces en el cuarto, echarse una siesta y esperar a que los jugos gástricos hicieran su trabajo. Evidentemente cayó en la trampa de dejarse llevar de un perfil a otro de las redes sociales y se dejó hipnotizar por la cadena infinita de historias. Resultaba bastante apacible ver la productividad de los demás desde las lindes del sueño, las iniciativas, los retos de confinamiento, las bromas sobre el papel higiénico. Los sobrevivientes parecían llevarlo bastante bien. Ahora se diría para contentarse que estaría bien hacer un poco de meditación y subir así un poco la vibración pero el sueño le venció con el auricular haciéndole daño en el orificio de la oreja derecha que se apoyaba contra la almohada. Mientras tanto, el novio seguía tocando el violín en medio del hundimiento, hablando a sus alumnos sin parar sobre progresiones aritméticas del otro lado de la puerta. Cuando terminaba las clases en línea siempre estaba especialmente contento, y solía tener un resorte de motivación extra para hacer deporte en la bicicleta estática con vistas al televisor. Después preparaba la cena, mientras intentaba chincharle o meterle un dedo en el ombligo. Se le notaba henchido de orgullo, feliz por el trabajo cumplido. Cumplido. A ella le fastidiaba el hecho de que lo importante para todos en esos días parecía ser únicamente cumplir. Con los objetivos, con el teletrabajo, con los padres y alumnos, con las cifras, hasta con el aplauso de las ocho de la tarde. Como si a través del cumplimiento esperaran cansar la testarudez de la propagación. ¿Pero con qué o con quién estaban todos cumpliendo realmente ? Se acordó de lo que le contaba esos días su hermana enfermera. Entre ellos eran héroes sí, pero unos más que otros, siempre había alguien que intentaba escurrir el bulto y esto era hasta comprensible considerando la situación. Para ella, el de la hermana formaba parte de los cumplimientos más duros, el de asumir un trabajo con riesgo de la propia vida. ¿O quizás para algunos esta tarea trascendía la propia denominación de trabajo para transformarse en misión? ¿Constituiría para algunos una misión de vida no impuesta ?
Una vida no impuesta. Se despertó entre los vapores de las escenas del último sueño. Había recorrido edificios insalubres donde vivían personas pobres, algunos discapacitados y jóvenes despreocupados haciendo fiestas. Ella sufría, andaba ligera, solo quería ser responsable, ayudar, y al mismo tiempo quedarse en casa, huir de ese edificio sucio laberíntico, de la calle, del contagio. Tras la siesta sintió naúseas, su estómago no había digerido claro, las leyes de la naturaleza no se pueden rebasar, y se aferró a la única tarea que no le parecía insuperable ese día : tirar la basura.
La piel de las piernas se había acostumbrado al tejido suave y caliente de los leggings y el mero hecho de pensar en ponerse el pantalón vaquero le pareció una atrocidad. Eligió unos pantalones de tela y un jersey blanco limpio que tendría que volver a lavar tras haberlo utilizado cinco minutos. Cogió la bolsa negra de orgánico llena a rebosar y la de reciclaje. Los guantes azules de limpieza que ahora hacían oficio de protección le hacían transpirar los dedos y las palmas de las manos, y la bolsa negra comenzó a fisurarse por la parte de arriba.
Antes de entrar en el ascensor inhaló aire de forma prolongada y lo contuvo mientras bajaba al jardín de la comunidad. Sabía que esto era absurdo, pero una vocecita le decía que el espacio del ascensor era insoportablemente pequeño y que, quién sabe, un estornudo podría aún estar flotando ahí. Cuando salió del portal sintió sus senos demasiado sueltos, se dio cuenta de que había olvidado ponerse el sujetador pero no le importó, de todas formas no había nadie fuera. La bolsa negra era extremadamente pesada y se rompía cada vez más. Se sentía rara andando con botas y la fuerza del brazo derecho le fallaba. Tuvo que hacer una pausa y dejar las bolsas en el suelo. Entonces el viento le puso todo el pelo delante de la cara y los pelos finos fueron a pegarse en las comisuras de los labios. Alguien había dejado la tierra removida en el huerto común y un rastrillo sin recoger. Cogió de nuevo impulso para recorrer un segundo trecho con las bolsas antes de que se rompieran. La luz a esa hora estaba lánguida y sus pies parecían volver a sentirse cómodos sobre el asfalto pero no había un alma, ni siquiera en los balcones, y esto le ponía nerviosa sin saberlo. Entonces, de pronto, una cabellera larga y rizada salió y efectuando una marcha sonámbula se fue hacia el extremo izquierdo de uno de los balcones. Fijó la mirada vacía al frente y empezó a aplaudir, primero tímidamente y después con más ahínco La mujer estaba sola, era la primera vez que ella oía aplaudir a sus vecinos e imaginó que debían de ser las ocho. De golpe, numerosas cabezas emergieron de sus madrigueras y se unieron a las primeras palmas. Los bloques de al lado también. Una reacción en cadena se desató en la vecindad cuando ella llegaba casi sin respiración a la basura subterránea, justo antes de que la fisura se hiciera irremediable. Aspiró el aire con alivio – un lujo en aquellos días – y prolongó a conciencia el momento de tirar los reciclables. Un niño saltaba a la cuerda cerca de uno de los portales. Al darse cuenta de su presencia abrió mucho los ojos, paró la cuerda y se agazapó en el portal como un conejillo asustado. Su inocente desconfianza le hizo gracia. Tuvo entonces que desandar los pocos pasos que separaban la zona de basuras del bloque y mientras lo hacía pensó que quizás le daría tiempo de aplaudir a ella también. Se sintió más ligera, su estómago estaba más asentado, empezaba a acostumbrarse al aire de fuera. Las palmas resonaban en su pecho y un escalofrío placentero le recorrió por toda la columna hasta la coronilla. De repente, tuvo ganas de de contarle a su novio la anécdota del sujetador, de seguirle las bromas, de llevarlo de la mano al balcón. Una extraña euforia le ascendió al cerebro. La lengua perdió entonces relevancia, no había manera de conocer ahora su posición tensa entre los dientes y el paladar. Sólo quería formar parte de esa comunión vecinal, quizás le daría tiempo aún, solo tendría que subir las escaleras de dos en dos, entrar en casa sin tocar ningún pomo, quitarse los guantes y la ropa del exterior, lavarse las manos. Aunque en el fondo sabía que, con o sin palmas, sus días estaban ya unidos irremediablemente a los de sus vecinos.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 9 de abril: No sé.

Autora: Emilia Ruiz Martínez, El Escorial, Madrid.

Ignoro hasta dónde llegarán los confines del nuevo mundo, cómo será la vida que nos espera a la vuelta de esta primavera sin esquina que se estrenó a la sombra de un techo, una pared y la severa amenaza de poder estar muerto antes de la primera noche de nuestro último verano.
No sé qué habremos aprendido de todas las horas que andamos exprimiendo en las cuatro esquinitas de la casa, conversando en silencio con nuestra conciencia, defendiendo frente al tribunal de la santa confinación que esto no hay dios que lo resista, que la vida sin aire fresco, sin el perfume de las flores recién nacidas, sin el tierno abrazo del amor que ahora empieza, no es la misma que vino a vernos al comenzar estos años veinte, felices y venturosos, decían cuando los presentaron en sociedad.
No sé si volveremos a ser los mismos seres humanos alienados, consumistas, obcecados en amasar inútiles enseres y florituras, gastados ya, postrados ante el altar del ego y el consumo atroz y absurdo.
Quizá no, quizá ya no volveremos a vender nuestra alma a la vanidad, al escaparate de cristal, con maniquí o sin él detrás. No sé, quién sabe si después de una primavera comprobando que se puede vivir con dos pantalones y tres blusas, unas patatas, unas pocas cebollas, algunas vitaminas frescas y una razonable conexión a internet, aprenderemos que no tiene sentido gastarlo todo sin control antes de que llegue el quince de cada mes.
A lo mejor estos tiempos de retiro y austeridad, de desconcierto, de cierto miedo y mucha locura nos hace ver que no nos hace falta poseer la Tierra, sobra con vivirla suavemente, dejándola ser y fluir, como espectadores temerosos y silenciosos, frenando los motores que la esquilman y nos aniquilan como especie.
No sé. No me angustia pensar en el mundo que será. Sosiego mi respiración y se calma mi mente. No puedo controlar el devenir de un tiempo y un espacio que comparto con miles de millones de seres…
Pero hay algo sí sé, que no quiero pensar que el que viene será el último verano de nuestras vidas. No, no lo será. Porque si hay algo que atino a ver con clarividencia y convicción es que el tiempo que está por venir será para mí el del resurgir, el de la reinvención del alma, el de las nuevas oportunidades para sonreír, para abrazar, besar, amar, sin exigencias, sin egoísmo, sin envidia ni afán de posesión. No sé cuánto tiempo me restará por vivir, pero ese tiempo será un regalo que sabré compartir y disfrutar, sin más límite que el que la muerte nos quiera poner.

 

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 9 de abril de 2020: La familia.

Autor: Joaquín Echeverría Alonso.

La familia. Padre. ¿Por qué yo?
¿Por qué… padre? ¿Por qué? Pensó que era firmeza, pero no lo era. Determinación sí, pero no firmeza madura fruto de la reflexión. No comprendió que la falta de carácter me hacía imitarlo, que mi proceder era sólo una conducta infantil.
Llevo escribiéndole veinte años, preguntándole: ¿Por qué? y nunca me contesta a la pregunta, además desde hace cinco años, ya ni me contesta. Antes me hablaba de lo buena que fue madre, de lo que me parezco a ella o de lo bien que le va a la Familia, a los hermanos y demás allegados. Pero y yo ¿Sabe usted cómo me va a mí? ¿Qué es de mí? ¿No le duele mi situación? Antes me preguntaba por mi salud, eso sí, pero nunca por cómo me siento. Ni se preocupa por lo que perdí, cambiando mi juventud universitaria por esta situación de presidiario sin esperanza… Ahora usted ya no me da ni consuelo. Ya no alaba mi valentía y mi resolución, no me escribe, está desaparecido para mí, ya hace cinco años… ¿Hasta cuando?
Es cierto que me mandaba paquetes, dinero para sobornos a carceleros y presos y otras cosas, que no es prudente expresar por escrito. Pero ahora ni una explicación, ni una frase esperanzadora. Tampoco intenta un plan de fuga para mí, como hizo la Familia con otros. ¿Quién lo convenció para que me mantenga aquí encerrado?
Cuando era niño usted siempre me contaba con cualquier excusa aquella anécdota de la ofensa que recibe el padre del Cid, la bofetada que le había propinado el conde Lozano, el asturiano. Él era un viejo incapaz de lavar la ofensa. Va probando a sus hijos ¿Cual servirá para restablecer el honor familiar? De mayor a menor los va descartando. La misma prueba a todos, los muerde en la mano y no responden con firmeza al dolor que les infringe. Hasta que llega a Rodrigo, el menor, que reacciona airado y amenazador: si no fueras mi padre pagarías caro…
Así cesa la desesperación del padre, al encontrar un hijo a la altura de la circunstancia ¿Era un ejercicio de preparación para el futuro? ¿Era acaso, el destino que me tejía? Pero ¿Por qué yo? Acaso no tenia más prestigio entre La Familia mi hermano Xosé, su primogénito, era un gran tirador de pistola ¿No era más fuerte Robustiano o más hábil Cuco? El primo Manuel también vivía con la familia por entonces ¿No era ninguno de ellos más adecuado que yo? O… ¿Era, cómo sospecho, que sencillamente le importaba menos perderme a mí, en vez de a cualquiera de ellos, para los planes posteriores de la familia? ¿Influyó en su ánimo que yo naciera en el pueblo de Madre, cuando ella estuvo alejada de usted por un tiempo? Es cierto que no me parezco a usted pero ¿Acaso no era yo el más fiel y obediente a sus deseos?

En la cárcel se dice que el jefe de La Familia es ahora Cuco ¿Qué fue de Xosé? ¿Por qué no él, si usted se ha retirado? Nadie sabe de Xosé, ni me trae noticias de usted y me preocupa. Bien sé, que de ser Xosé el capo… Xosé lo adora a usted. Pero Cuco… ¿Dónde está Xosé? ¿Qué fue de Robustiano? Ya no se habla de él, desde que no compite y no sale en los noticiarios deportivos.

Nunca le conté en detalle como realicé el encargo… Claro usted se alejó de mí para mantener las formas… Verá, Cuando me llamó a la Universidad y me contó que creía que el tío Jacobo quería eliminarlo, hablé con Cuco ¡Que error! él y yo nos juramentamos, no lo conté hasta ahora y bien lo siento, porque de saberlo usted, le hubiera cortado las alas a ese enredador. Pasé semanas buscando encontrar al tío donde no estuviera protegido, usted bien lo conocía… Cuco me haría labores de cobertura, yo mataría al tío, cuando la ocasión fuera propicia. Él debería velar por nuestra seguridad, coartadas y demás aspectos logísticos… yo no tenía contactos, alejado del ambiente por la Universidad, ya sabe… Pasaron meses y el tío llegó a tenerme cierta confianza. Lo frecuenté tantas veces en ese tiempo sin encontrar el momento propicio, que compartimos muchas tardes de conversación. Yo solapado, le contaba de la Universidad y el mostraba mucho interés. Tenía un interés morboso por las jóvenes universitarias, él, un cocinero de pasta venido a más… Cuco permanecía callado controlando entradas y salidas. Sus hijos se fueron confiando y Suso, el buldog que lo protegía, su sombra en todo momento, aunque intentaba estar atento también se iba descuidando en lo que a nosotros se refiere. El tío Jacobo llegó a hacerse ilusiones, creo yo, de conquistarnos e introducirnos en su organización. Yo le gustaba personalmente, me quería para la prima Gelita, quería un abogado como yerno. Pero él quería usar a Cuco más callado y sin el estigma universitario que él consideraba una tara difícil de superar, para operar en la organización, quería que fuese su brazo ejecutor, su verdugo.

Fue aquella tarde de verano, estoy seguro que la recuerdas. Sólo te cuento esto por ver si después de tu largo silencio consigo que retomes la correspondencia y los envíos. No te sería tan difícil sacarme de aquí, ahora que el primo Manuel es el alcaide. No es por hacerte reproches, pero por Xosé hubieras hecho cualquier cosa.

Te decía que aquella tarde hacía un calor infernal y los primos, Pedriño y Chuso salieron a refrescarse a la fuente que habían instalado y usaban como piscina. Pillé desprevenido a Suso, su matón; ya no valía, era un viejo ¿Recuerdas que rondaba los sesenta? Lo acuchillé en el cuello. Pobre tío Jacobo, quiso reprenderme con dignidad… no me conocía, le hice un ojal en el pecho, le arranque el escapulario y lo escupí para arrancarle su Salvación. Le grité por traidor… por ti… por la Familia. Pobres de mis primos, tuve que hacerlo sólo, Cuco no hizo nada, pero ellos desnudos, sin sus hierros, no me duraron… Recuerdo la fuente, quedó preciosa, toda roja… A los gritos la prima Gelita salió al corredor, recuerdo como lloraba desesperada, como lo hubiera hecho un ángel si aquella primera batalla la hubiera ganado Luzbel pero no, para ella ¡Yo no era Lucifer! ¡Ella me quería! Yo también la llegué a querer. Pero la familia era lo importante. La perdí ese día… mi día de gloria.

Huimos de la casa y nos fuimos a la collada, con los cabreros. Cuco bajó a casa, eso me dijo, a dar noticias. Luego los carabineros… los interrogatorios… ¡Qué raro! Cuco salió indemne… ¿Por qué? ¿Me vendió? ¿Acaso tú…? Yo aguanté y no lo impliqué a usted, tampoco a él, cargue con la culpa, con toda. Cuco en premio se casó en seguida con Gelita, la huérfana, cargó con ella y con su herencia, él no la quería. Luego Cuco no me habló nunca más… Cómo ofendido por la muerte de su suegro.

Y yo ¿Qué recibo? Sus cartas y paquetes de vez en cuando, ahora ni eso… Contésteme Padre, por que me eligió a mí, ¿No se fiaba de Cuco? ¿Quería preservar a Xosé? ¿Era más importante no implicar al atleta de la familia que al universitario y por ello Robustiano estuvo al margen? Le confieso que voy perdiendo la fe en la familia y me desespera que aquí ya sólo me hablen de Cuco. Temo que haya acabado con los demás y hasta que me mande un sicario a buscarme aquí dentro. Pero contésteme, disipe mis temores y dígame ¿Por qué yo?

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 10 de abril de 2020: El amor en los tiempos del coronavirus.

Autora: Celia de Frutos Ibáñez.
“Era inevitable, el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”… De los amores difíciles, la belleza de los imposibles cuando esa coyuntura se desconoce aún, los amores a distancia, en diferido, en pausa, en suspenso, los que se quedaron a medio hacer, a punto de estrenarse, por debutar o por perdonarse. Quienes acordaron verse, conocerse al fin. Quienes se prometieron, incluso se juraron. Los pequeños amores cotidianos, de clase, del trabajo, del gimnasio, de bar, basados solo en la gloria de cruzar las miradas, intuirse cerca, compartir un espacio, todo el futuro por delante… Amores postergados haciendo peligrar la primavera, quizá la primera y única primavera negada, y con ella la sangre alterada, el pulso fuerte, las flores, sucumbir al deseo, entregarse con ganas, morirse y renacer en otro, ahogarse de júbilo en un amor de verano a la orilla del mar, el calor de los cuerpos consumirse de placer en la ciudad, todo alrededor desordenado pero a una con algo superior, perfecto el universo, la brisa fresca, una melodía sonando por dentro, luz en la penumbra, el misterio de las almas entregadas… Todos los amores condenados. Los que se interrumpieron quizá arrepentidos extrañándose. Los amores cobardes anhelándose. Los más valientes tratando de vencer el contratiempo, superar la lejanía. Unos y otros manejar la contradicción, presos de incertidumbre aferrándose a la lucidez de adivinar, sufrir y padecer claro el noble sentimiento. Los amores domésticos, un día extraordinarios, conservándose en el recuerdo aquel en las horas bajas cuando aplasta la rutina y el cansancio. Los viejos amantes abocados a mirarse de pronto, con la novedad de un tiempo diferente, sin prisa. En otras circunstancias reencontrarse en casa y de la cama al salón, del salón a la cocina reconocerse por los pasillos, en la mirada, en la sonrisa, en el gesto, antiguos y consabidos, pero y sobre todo en la inquietud de la noche cuando asalta el miedo, en la euforia de una siesta sin reloj, en el vino al aperitivo, una sobremesa larga, la emoción de un libro o tras una buena película, reconocerse sobre todo por las manos, el tacto, la piel, las curvas, los pliegues y las esquinas del cuerpo tantas veces recorridas, los entrantes y salientes, el olor, entre familiar y ajeno, sugerente, en la conversación a besos de un diálogo interrumpido en ocasiones por el ruido afuera. La lejanía, el silencio y la tristeza en otros casos, la decepción incluso de una inercia envenenada, de no hallarse; amores rotos mucho antes, a la deriva, consumidos. Amores en familia que se descubren de nuevo en el juego de los niños, del
pequeño creciendo, la niña haciéndose mayor, los hijos vivos testigos de unas horas acompasadas a un discurrir diferente para el recuerdo, para la memoria del corazón que se escribe en cursiva en trazos inclinados con la voluntad y el esfuerzo de quererse a pesar de los pesares. El amor en tiempos del coronavirus sería injusto muchas veces, ingrato todas con los ancianos, una despedida sorda, un irse en silencio, la muerte callada sin las manos del amante cogiendo las manos amadas, el último suspiro al aire… El amor en los tiempos del coronavirus daría para cuestionarse el amor y sin embargo sería la oportunidad, otra más, de darse cuenta y empezar o continuar por el principio, de dentro a afuera. Comenzar por uno mismo ensayando la ternura, la autocompasión, perdonárnoslo todo, acabar las dudas, los celos, el egoísmo, el orgullo, los viejos rencores, la infantil posesión, el miedo a la soledad y todas las demás pasiones que envilecen el amor y ponernos en presente a querer con la ingenuidad de los niños, el desenfreno adolescente, la experiencia adulta, con la intensidad y la magia de saberse parte, el privilegio de ser refugio, cobijo de otro, la patria, el suelo a los pies de quien se ama. El amor en los tiempos del coronavirus sería una tregua a los amantes furtivos para sucumbir a las dificultades, reconocerse improbables, incapaces y tristemente negarse, autoconvencerse inútiles fuera de la urgencia, la mentira y el deseo inmediato. Nada de cintura para arriba. O por el contrario reforzarse, amarse más y mejor, imponerse bellos a la realidad, escapar del confinamiento y asumirse inevitables y bellos, también de cintura para abajo. Y de la firme convicción inventar un lenguaje de posibilidad donde expresarse sinceros, esperanzados, creyentes los amantes lejos del dolor y la culpa adorarse. Soñar sus almas reencarnarse. Rezarse mutuamente y nacer de este lado, del de la luz y la esperanza. Como de Poesía recién parida a una primavera tardía de potentísima eclosión.
Transformar el olor de las almendras amargas por una brisa de mar como transforma el Amor a quien, bendito, distingue y alumbra.
Abril 20. “Confinados”.
El texto entrecomillado pertenece al inicio de “El amor en los tiempo de cólera” de Gabriel García Márquez.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 11 de abril de 2020: Primera crónica de confinamiento.

Autor: Luis Arzurmendi.

Disponer de un tiempo excepcional, sin límites, ni metas concretas, permite una dedicación difícil de realizar en circunstancias habituales. En este caso reflexionaba sobre la historia de Bilbao y de su ría. Estaba explorando viejas imágenes y cartografías desde donde comprender cómo la reconversión de una ciudad volvió la espalda a sus tradiciones más seculares. Y en esas estaba cuando una novela se me cruza en el camino muy oportunamente y, de manera sugestiva, da respuesta a más de una de mis cavilaciones.

Es la novela de Ramiro Pinilla, “Verdes valles, colinas rojas”, que me tiene atrapado en la historia de un territorio complejo, como Bilbao,  donde el protagonismo  se sitúa en las orillas de su ría.  Ahora mismo, donde estoy en su lectura, un personaje de los “verdes valles”, un verdadero “borono” que ni una sola noche durmió fuera del caserío, se enamora de la belleza de una joven revolucionaria, una “maqueta”, la de las “rojas colinas” allá en las minas, al otro lado de la ría. Y va  tras ella, la acompaña siempre, tozudamente y, así, además de contemplarla a ella, vivirá de cerca la lucha obrera de los mineros. Pero no la entiende: “para qué se juntan tantos, para qué  repiten las mismas cosas gritando todos a la vez, por qué van tan tristes, cuando eso, en el pueblo, lo resolvemos- dice-, con  alegres romerías al son del txistu y el tamboril”. Él vive en el caserío de Getxo, ella  al otro lado de la ría, allí arriba, en las minas, en una txabola de La Arboleda. Un día él la convence para llevarla a la otra orilla, al  verde valle  y, aquel domingo,  en una playa de inmensa soledad, es donde el amor les envuelve como  aquellos  rizos de las olas en la orilla. Ella quedará preñada y él será su fiel acompañante en todas las actividades revolucionarias, aunque seguirá  sin comprender.

Salgo del libro. Y pienso que aquel verde valle de origen euskaldun, Getxo, era donde residían los campesinos aferrados a las viejas tradiciones, como nuestro tozudo campesino y acompañante de la bella revolucionaria.  Aquellos lugares, con el tiempo, fueron ocupados por las mansiones de una oligarquía que se desplazó desde  un ensanche burgués amenazado por las movilizaciones obreras. El nuevo lugar se denominó, entonces,“Neguri”,  aldea  de invierno en euskera,  y fue “cuartel de invierno” de propietarios de minas, astilleros, fundiciones y banqueros.  Desde allí, por encima de la ría, se veían las colinas rojas y sus minas, donde los mineros  vivían  en míseros poblados y, donde hoy, los turistas pueden disfrutar de un «parque temático» y probar alubias del país. También veían sus grandes fábricas y chimeneas de los hornos altos, hoy desmanteladas en la llamada reconversión industrial. Y desde allí arriba los mineros también veían  la gran ciudad y, hacia la mar, al fondo, las playas y Neguri. Unos y otros estaban  a ”tiro de mirada”,  separados por una ría, la de Bilbao, donde se reflejará la historia de esta gran ciudad, dramáticamente segregada por los orígenes, las culturas  y clases sociales de sus habitantes.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 12 de abril de 2020: Diario de un confinamiento.

Autora: Pepa Delgado Acuña.                                        

Son las ocho y cuarto de la mañana. Aún con la resaca de sucesos del día anterior enciendo el móvil y desconecto modo avión, la cascada de noticias vuelve a aparecer. Espero. Once grados en el pueblo. Importante, ventilar la casa. Abro la ventana para que todo lo que contiene la primavera entre en la habitación, porque la primavera sigue su ritmo, hermosa como siempre e indiferente a la angustia que transita estos días entre nosotros. Bastante trabajo tiene ella para renovarse cada año. Me concentro por un momento frente al paisaje. Hoy la niebla no es tan densa, aunque sigue apretando los prados y extendiéndose más allá del acantilado dejando el mar sin horizonte. El sol se ha hecho un hueco entre la bruma y enciende los hilillos húmedos de las telas de arañas sobre los brezos del jardín.

Vamos a entrar en la cuarta semana de cuarentena. Algo impalpable, perverso pulula por todas partes para encontrar su hueco en el mundo, un hueco que al fin y al cabo se le ha facilitado. Perplejos, nos replegamos huyendo de un pequeño fragmento de ADN envuelto en unas cuantas proteínas capaz de invadir nuestros cuerpos con una locura desmesurada. Un total de un millón ciento dieciocho mil quinientos cuarenta y ocho confinados en el mundo. Solo números, la realidad es otra cosa.

A todo esto voy dando vueltas en mi cabeza hasta que reacciono al canto del chochín llamando a su hembra y la nota oscura del cuervo planeando sobre la copa del roble. De fondo, el parloteo de los animales entre los pastos. Hoy el aire limpio de la mañana vuelve a entrar sin las voces de los vecinos. La carretera sigue muda, hasta el mar parece que se ha quedado sin voz. Un toque de campana llega desde la ermita de Santa Ana. Vuelvo al móvil y pongo en orden las noticias. Novecientos noventa muertos en Madrid en las últimas veinticuatro horas. Los muertos parecen estar lejos y el homicida cerca, aquí mismo, ¿porqué no? sobre la encimera de la cocina donde preparo café, en los zapatos que ayer me puse para pasear al perro, en el pan que me llegará dentro de un rato a la puerta de mi casa y entre las hojas del diario que recojo al otro lado del pueblo. ¿nde ubicar mi cuerpo para que esto no le alcance?

En el quiosco al pie de la carretera hay un hombre comprando tabaco. Importante, poner mascarilla y guantes. Ya en la puerta doy unos pasos hacia atrás y espero a que salga, es un vecino, retrocedo a su paso, puede que el enemigo lo lleve encima.

El aislamiento golpea con dureza a las familias de inmigrantes, El País, domingo siete de abril Linda, una madre nigeriana con contratos eventuales de limpieza, cuenta su día a día de aislamiento con tres hijos y una cama para compartir. Me dice un amigo que el porcentaje de muertos es bajo, ¿Para quién? Cada día siguen muriendo ancianos en asilos, siniestras antesalas de una muerte que les alcanzarán en una soledad inmerecida. La mayoría de los muertos dentro de la población vulnerable. Repiten.

Me lavo las manos por quinta vez en la mañana. Comienzo a trabajar y confino mi teléfono al dormitorio, los mensajes de WhatsApp no dan tregua. Propuestas para pasar el tiempo. ¿Qué tiempo? Aquí me paro y la mirada se me escapa más allá de los cristales de la ventana enredándose en el conflicto diario entre el arrendajo y el pica pino por los cacahuetes del comedero colgado en el laurel. Nuestro tiempo, ¿también se gesta con nosotros? ¿se pare con nosotros? ¿muere con nosotros? ¿Y el tiempo de los otros? Cuando perdemos a un ser querido solo nos queda el recuerdo de sus imágenes en fotografías, en vídeos y, fragmentos de su personalidad en nuestra memoria, que después de su muerte parecen viajar en un tren de alta velocidad alejándolos de nosotros, sin retorno. ¿Y los sentimientos que tuvimos hacía lo amado? Eso que no está hecho de imágenes, que no se ve, que no se toca yno podemos fotografiar… Es el llanto a la perdida de este sentir lo que abruma, lo que lastima cuando sabes que la sombra alargada del tiempo lo acabará devorando también. Las horas de letargo evocan fantasmas.

No tengo a nadie y no sé donde ir, decía estos días atrás un anciano de noventa y dos años, por eso estoy aquí, en IFEMA. Estamos en los peores días de la pandemia. Estadísticas.

La tarde es un transcurrir entre llamadas telefónicas y vídeos llamadas por WhatsApp. Para la mayoría de los amigos este confinamiento es una tregua en lo cotidiano de nuestras vidas. Piensan. Afuera el mundo se ha parado. En las casas con varios miembros de familia, la vida es un bullicio, un continuo movimiento de palabras, de miradas furtivas mariposeando alrededor del otro u otros, cazando detalles olvidados por la aceleración diaria de lo que fue nuestras vidas hace tan solo unas semanas. Ahora estamos en el hogar, interactuamos en el hogar, vivimos en el hogar mientras miramos desde nuestras pequeñas ventanasese mundo exterior del que formamos parte sin entenderlo y al que sin duda volveremos con deseos renovados sin que probablemente cambie nada.

¿Y las personas que viven su aislamiento en soledad?

Vuelvo a la habitación para ojear el móvil, un mensaje del grupo de WhatsApp de los compañeros con los que estuve trabajando en Chíos, el coronavirus ha llegado a la isla, ya está cerca del campo de refugiados.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 16 de abril de 2020: Cuando fui viral.

Autor: Juan Cabezas Aguilar.

No salí de casa por tres meses después de la cesantía. Dichoso, al fin, de olvidar los papeles de la empresa en el fondo de mi mochila y, sobre todo, de alejarme del “peinado” Cisneros. ¿Actualizaste la plantilla?, ¿mandaste ese informe?, me preguntaba mientras garabateaba en una hojita, donde no anotaba nada. Solo le preocupaba la novia que le reveló sus amoríos a su hijo adolescente y éste a su esposa. ¿Sabes qué hizo?, decía tras el escritorio ridículamente estrecho, mi hijo me hackeó el Facebook, ¿y sabes qué más?, hasta le pasó una foto íntima. Esas historias me compartía ese quelonio vertical, sin embargo, recuerdo con frecuencia una de sus frases: todos los escritores son putos. Esa era su forma de animarme a escribir, una vez le conté sobre Roxy y los poemas que le dedico.
Roxy es rubia, usa lentes enormes y en sus labios brilla un lápiz labial, tan rojo, como plumas de cardenal. Me escribió al whatsapp hace tres días:
Papá falleció en Nueva York.
No lo veía desde los 5.
Y nunca más lo haré.
Le mandé un mensaje con un corazoncito. El cuerpo de su padre estaría en una gigantesca morgue de Manhattan. Falleció por el mal cuyo nombre evito escribir, una maldición se esconde en sus cinco letras.
Video llamada. Era Roxy. Me contó que le llegaron los resultados de su prueba, ¿Y?, le dije. Positivo, agregó. Entonces, lo tengo. Hace una semana la invité a casa. Ella imprimió un salvoconducto y lo pegó en el vidrio de su vehículo, no tuvo problemas durante la restricción vehicular.
Roxy es alguien de primeras oportunidades, de saltos al vacío. A su lado, todo es incierto, un día está feliz de verme, al siguiente, es capaz de desaparecer por meses.
Ese día vimos series, luego hicimos el amor. Siento fascinación por el tatuaje de su pierna izquierda, es más pintura que extremidad.
¿Qué hacemos?, le pregunté. Una gran nariz apareció en primer plano. Vamos a un centro para enfermos “leves y moderados”, escuché entre pozos de estática. De acuerdo, dije, aunque no sabía de qué se trataba. Esos hospitales móviles contaban con habitaciones individuales, baño y televisión, además brindaban cuidados médicos y alimentación a quienes padecen del mal.
Llegamos al mismo tiempo, ella en ambulancia, yo en moto. Nos obligaron a dejar la ropa en bolsas especiales y a vestirnos con trajes especiales. Dije “hola”, como el malo de La Guerra de las Galaxias, Roxy intentó tomarme de la mano. Frente al auxiliar, fingí dolor al doblarme. Me dejaron en la sala de espera; ella fue admitida de inmediato, tenía 39 de temperatura.
El centro tenía techos de cristal y puertas numeradas. Roxy acostada en una camilla. Debajo de ese traje de plástico estaba mi “mujer de ahora” con la que comparto hasta la peste. Preguntaron mis datos. Respondí con el número de cédula. Teníamos prohibido el contacto humano. Al final me asignaron el cubículo 13, Roxy está en el 24.
Luego de una hora, el doctor Aguilar, tenía su nombre escrito en el mandil, llegó para una ronda. Me tomó la temperatura por cuarta vez, luego me interrogó sobre los dolores. Me sentía bien y flexioné las piernas. Si es asintomático debería volver a casa, contestó. He sentido dolores, aquí y aquí, le dije, hundiendo mí índice en las costillas. Estará en observación, respondió. Antes de irse, me recordó el procedimiento para las comidas.
¿Qué sentido tiene aislarnos?, le consulté a Roxy por el whatsapp. Me puso una carita feliz. Estaba cansada y quería dormir. Somos casi delincuentes, le comenté, antes de que cayera rendida. Me encanta que estés a mi lado. Soy positivo, recuerda. Quiero verte, insistí. No te preocupes, replicó, un silencio, tengo un buen contacto.
Quería soñar con ella. Me levanté y le escribí. “Nuestro amor es una flor sin pétalos que perfuma la muerte”. Se lo envié a su celular muy tarde en la noche, luego cerré los ojos.
La espera es otro rostro del mal. Los doctores aguardan los primeros síntomas como niños a la Nochebuena. Cuando aparece la temperatura, las dificultades respiratorias y la fatiga, se alivian. “Empieza lo bueno”, los escuché decir frente a un hombre flaco con respirador.
El segundo día lo pasé acostado, mentí sobre los dolores de cuerpo y me recetaron pastillas. Al tercero, me disponía tomar un baño, cuando recibí un mensaje: estoy fuera. Un enfermero abrió y cerró en el acto, luego, Roxy, me explicó que se conocían de la escuela.
Lucía extraña. Se había convertido en el ángel de la “sana distancia”. Comenzó a mirarme, hice lo mismo. Pronto, las miradas, reemplazaron a las palabras que se agolpaban en nuestras bocas. Dialogamos, como lo hacen las nubes con el cielo. El silencio se agolpaba, obediente. Ya a mi lado, la cubrí con el amor de mis manos.
Me pidió que filmáramos un video. La besé como única respuesta. Me coloqué la mascarilla, copiando su gesto: no queríamos que nos reconocieran.
El pestañeo de la luz del celular me despertó en la madrugada, tenía tres mil notificaciones de Instagram y a cada minuto aumentaban. La administración averiguó que se filmó en sus instalaciones y nos expulsaron. Colocaron nuestras pertenencias en la puerta principal sin respetar ningún protocolo. Dejamos los trajes en la acera y subimos a la moto. Ella me pidió que la dejara en su casa. Al día siguiente le escribí y al siguiente también. Ya no le hacía efecto el paracetamol y ardía en fiebre. La convencí de que visitará un hospital, pero no la recibieron. Estaban saturados respondían, seguro nos reconocieron por el video, un guardia hasta quiso tomarnos una foto.
Roxy murió a las tres semanas. Su hermano llegó para los trámites. Recibí algunas llamadas de periodistas, a todos les solicité que era ya un buen momento de evolucionar.
Seis meses después, las rutinas retornaron. Por la radio, sugieren que la población mantenga todavía una sanadistancia. Sana distancia repito con la mirada puesta en un punto del cielo donde habita mi Roxy. Belleza.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 19 de abril de 2020: Calles de la soledad. 

Autor: José Orero de Julian (Quito, Ecuador).

Un momento, Platero, vengo de estar con tu muerte. No he vivido. Nada ha pasado. Estás vivo y yo contigo… vengo solo… paseando hacia tu encuentro en medio de los cuerpos yacentes. Tengo miedo, Platero; tengo miedo de mí mismo cuando el reloj de mi corazón recuerda tu alegría.
¡Con qué alegría apareces en mis recuerdos! Es pasado. Ahora, sin embargo, voy por las calles completamente vacías, llenas de silencio y de soledad, entre sombras de color violeta en este triste anochecer.
Pero tú todavía vives en lo eterno, Platero… como yo ahora aquí que estoy contemplando la muerte de una sociedad por culpa de los virus del vivir sin más pensamientos que la inmediatez… y esa celeridad ha roto la vida.
Yo, Platero, todavía te recuerdo por los caminos de sol y arena. Tú sigues siendo amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la luna. Y sabes, Platero del silencio, que sigo siendo ese poeta, lunático y bohemio, bajo la pléyade de las plateadas estrellas. Silencio, Platero, silencio. Las calles están llenas de dolor.

Más información sobre esta iniciativa: Diario literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! Facebook, Twitter, Instagram.

 

Día 22 de abril de 2020: Lo que el virus se llevó.
Autor: Juan Sota (Madrid, residente en Moscú).

Los primeros cálidos rayos de la primavera se cuelan por entre el enrejado vegetal de mi escondrijo y acarician mi piel. Aguzo el oído, pero la calle sigue en silencio. Cierro los ojos y dejo que el sueño vuelva a tender su dulce sombra sobre mí.

No muy lejos por fin se abre una puerta y oigo pasos rápidos que se aproximan. Una sombra se desliza por la acera y luego desaparece. Al poco, un sonido familiar, como de plástico y vidrio, llega hasta mis oídos. Pasos de vuelta, aún más rápidos que antes.

Me estiro perezosamente y doy unos pasos inseguros por el asfalto. El camino habitual: subo por la tubería del edificio rojo hasta el primer piso. Al pasar me asomo a la ventana. El hombre de siempre duerme a pierna suelta, roncando ligeramente. Nada perturba su sueño: el silencio es tal que se oye la brisa, que susurra entre los árboles del bulevar. En la casa vecina una mujer alta envuelta en un batín con estampados florales pone la cafetera en el fuego y se sienta en una butaca sin notar mi intromisión. En la terraza hay un tendedero con ropa, que evito ágilmente mientras me deslizo al balcón de la casa contigua. Por la ventana entreabierta se oye hablar al hombre que está sentado frente a su ordenador, mientras mordisquea una tostada que miro con codicia.

Con un grácil salto me dejo caer sobre la hierba y me acerco a la caja verde en busca de algo para desayunar. Después de un frugal tentempié decido dar una vuelta. Una ambulancia pasa por la calle desierta. Últimamente he aprendido a identificar el desagradable sonido de su sirena, que mortifica mis oídos varias veces al día. Después se vuelve a hacer el silencio y puedo campar a mis anchas por el barrio. Sin embargo, nada es lo mismo desde que cerraron la pastelería de la esquina. El olor a pan recién hecho y a bollo que desprendía antes todas las mañanas se había convertido en algo parecido a una droga para mí. Además, el panadero solía dejar los restos del pan del día anterior en la trastienda y yo acostumbraba a saborearlos plácidamente acurrucado entre las cajas y los sacos de harina.

De repente se oye un ladrido y por la esquina de la calle aparece un perro acompañado por su amo, un chico en camiseta y vaqueros que escucha ensimismado algo por sus cascos mientras mira distraído el teléfono. Gracias a Dios no es más que un terrier, que agita la cola contento de dar un paseo. Les miro desafiante desde la acera de enfrente, pero ellos no parecen haber notado mi presencia y antes de que pasen de largo solo alcanzo a oír la voz del chico que dice “Vamos, date prisa y volvemos a casa”.

Sigo mi camino en dirección a la Plaza Mayor. Me distraigo espantando a unas palomas en el parque. Al rato me cruzo con una pareja de policías con mascarillas. Debe de ser algo nuevo, porque nunca les había visto así vestidos. Al salir del parque me asomo a la verja del colegio, con la ilusión de ver si los niños juegan al fútbol. Pero no, el colegio parece desierto, incluso han puesto un candado en la puerta.

Ya en la Plaza Mayor el sol brilla con fuerza y me apresuro a acercarme a la fuente. Hoy nadie me impide beber a mis anchas y tumbarme en los soportales de la plaza. Cuando las campanas de la catedral dan las 14:00 prosigo mi paseo. Hace un precioso día primaveral pero no encuentro a nadie en mi camino. Mejor para mí, pienso. Al pasar por los callejones del barrio viejo, la ciudad va tomando vida desde los balcones: ruido de risas y conversaciones, aroma de cocina, revoloteo de niños y música alegre.

No puedo resistir la tentación de encaramarme a la ventana de una casa blanca, llena de flores en las ventanas. Del primer piso salen gritos de niños jugando, mientras una voz de mujer les llama a comer. En ese momento alguien pasa en moto por la calle y no me deja oír a la familia. Lo único que llego a entender es “¡y lavaros las manos bien con jabón”. En la habitación de al lado una chica joven hace ejercicio frente a la ventana al ritmo de música electrónica. Tiene una pinta de lo más extraño balanceándose de un lado a otro con cara de sufrimiento y concentración.

Después de la hora de comer doy vueltas por la plaza a la espera de que salgan los niños como de costumbre. Siempre es divertido observar sus juegos y si me acerco lo suficiente, a veces me dan alguna chuchería. Aunque también es verdad que más de uno me ha tirado alguna piedra, que cerca ha estado de dejarme con seis vidas. Pero el tiempo pasa y nadie sale a la calle. En las casas ahora hay más tranquilidad y por algunas ventanas se ve el reflejo de las pantallas a las que todos miran ensimismados, algunos medio dormidos. ¿Pero qué les pasa? Es como si la ciudad estuviese muerta y la única huella de sus habitantes fueran las luces que brillan aquí y allá y las colillas que caen a veces desde algunas ventanas. Empiezo a impacientarme.

Al rato aparece Tom, un pardo de otro lado del río. – “¿Tú entiendes algo?”, dice a modo de saludo. Niego con la cabeza y le hago hueco en la caja de cartón que se ha convertido en mi improvisado punto de vigilancia las últimas horas. – “¿Crees que es algo serio?”, inquiere de nuevo Tom, mientras se lame la pata. Se hace el silencio. Se oye el murmullo de la fuente y ruido de platos en el piso de arriba. Un autobús vacío pasa por el otro lado de la plaza y ni se detiene en la parada.

– “Si alguien sabe de esto es el viejo Set”. Me he acordado de repente. Set es la máxima autoridad felina en la ciudad. Se cuentan leyendas de sus andanzas y tiene una memoria prodigiosa pese a su ya avanzada edad.

Nos damos prisa en dirigirnos hacia el sureste de la ciudad, pronto será de noche. Por el camino apenas encontramos a nadie. Por fin llegamos. Tenemos que colarnos entre los barrotes, porque la puerta está atrancada. El Retiro está desierto. Los quioscos y cafés cerrados, no hay barcas en el estanque y ni siquiera hay turistas. No somos los únicos gatos aquí. La gradería junto al estanque está llena de gatos de todos los colores y tamaños. Hay cierto revuelo en el ambiente. Todos hablan a la vez sin escuchar al resto. Teorías hay para todos los gustos: que si los humanos se han vuelto locos, que si ha estallado una guerra (algo que ver con China y Italia), que si han adelantado los juegos olímpicos (hace unos años cuando el Mundial también se observó un comportamiento inusual, aunque no fue para tanto). Algunos repiten palabras interceptadas en los balcones o la televisión, eso sí nadie puede explicar su significado: “epidemia”, “pandemia”, “cuarentena”, “teletrabajo”, “estado de alarma” …

Por fin llega el viejo Set. Su forma de andar infunde respeto y autoridad. Tiene un gesto serio y ante su aparición terminan por callar hasta los más charlatanes. Set se encarama ceremoniosamente al pedestal de la estatua ecuestre. Anochece y sin la luz de las farolas todo está en tinieblas. Los ojos de Set brillan como dos zafiros en la noche. Todas las miradas están clavadas en él. A mi lado, Tom mueve nervioso la cola.

– “COVID-19”, dice por fin Set. Hay un murmullo de desconcierto. – “¿Y eso qué quiere decir?”, dicen varias voces a la vez. Cuando por fin se vuelve a hacer el silencio, Set prosigue. – Lo llaman “coronavirus”. Tengo información de varios domésticos infiltrados de que los humanos tienen verdadero miedo a contagiarse de una extraña enfermedad que, según dicen, se transmite con rapidez y podría dejar el país arrasado.

Algo no encaja. Los humanos están siempre hablando de enfermedades, todas con nombres impronunciables e ininteligibles. Incluso tienen tiendas especializadas en cosas (con nombres aún más impronunciables) que, según creen, les ayudan a superarlas. Todo eso lo sabíamos ya. Pero ¿no salir de casa en todo el día? A lo mejor de verdad se han vuelto locos.

Set toma la palabra por tercera vez. – Llegan tiempos difíciles. Conseguir comida va a ser especialmente difícil con los restaurantes y cafés cerrados. Los supermercados han dejado de tirar comida y los restos en la basura son insuficientes para todos. Permaneced unidos. Los que puedan que emigren a las ciudades vecinas. Lo peor está por llegar.

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos?: Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram

 

Día 8 de mayo de 2020: Cuento demente

Autor: Diego Arahuetes.

Llegué de nuevo a la casa. Después de varias horas conduciendo, tenía ganas de encender el fuego y tomarme un té. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en ese pueblito costero. Era de noche y hacía un frío como de aquellos que ya no se recuerdan. Atravesé el porche y me acerqué a la puertecita de la entrada. La cerradura se había oxidado, después de varios forcejeos con la llave, finalmente empujé el pomo y entré. Estaba todo a oscuras, olía a humedad y madera. A cada paso que daba, sonaba un fuerte chirrido, como si en cualquier momento me fuera a hundir en las arenas movedizas, de un piso poco firme. Empecé a buscar el interruptor de forma torpe, con los brazos estirados para no chocarme, tocando con las manos todo lo que se interponía en mi camino, fui poco a poco golpeándome con aquellos objetos que osaban interponerse en mi ruta. Tras varios tropezones con algunos de los muchos cachivaches que estaban desparramados por el suelo y a punto de caerme, conseguí mantener el equilibrio apoyándome en la pared y, de casualidad, apreté un interruptor. Se encendió una pequeña luz al final de lo que parecía ser un estrecho y sombrío pasillo. Mis pupilas comenzaron a enfocar, acostumbrándose lentamente a la tenuidad amarillenta de aquella pequeña y sucia bombilla. Ni siquiera la penumbra podía evitar la fina capa de polvo, perfectamente visible, que envolvía todo el espacio y sostenía, como si de eso se tratase, la poca iluminación que había. Comencé a mirar por todos los lados, buscando no se muy bien qué. Fijé la mirada en un cuadro que se encontraba colgado en el centro de una sucia pared frente a la que yo me encontraba. No recordaba haber visto nunca ese cuadro, era un tanto extraño, parecía como si no perteneciera a ese lugar. Me acerqué para mirarlo con más detenimiento y ver si me traía algún recuerdo, pero no, estaba totalmente seguro de que nunca antes podía haber estado ahí. Alguien debía haberlo traído. Mis padres me habían dicho que desde la última vez que salimos de esa casa, nadie había vuelto a vivir en ella. En la imagen se podía ver una mancha negra en el centro, una especie de estallido oscuro que había dejado restos del colapso alrededor. Pensé durante un buen rato qué haría ese cuadro ahí. Quién habría entrado para colgarlo en la pared y porqué esa imagen tan siniestra. Estaba totalmente absorto, había olvidado por un momento que estaba de nuevo en aquella casa. Giré hacia el otro lado de la estancia y de nuevo, me puse a buscar bombillas que encender. Había telarañas por todos los lados, unas botellas de vino medio llenas sobre la mesa y un cenicero lleno de colillas. Al lado del vaso, un par de libros y un cuaderno. Cogí este último para ver qué había escrito. Tenía la sensación de que todas esas cosas no eran nuestras, alguien debía haber pasado un tiempo en esa casa, aunque por las condiciones del lugar, hacía tiempo que también se había ido de allí. Comencé a
leer, la caligrafía era poco clara, pero se entendía con un poco de esfuerzo. “Me olvidé de ti, de ellos. Me olvidé” decía una frase al comienzo del cuaderno. Me entró un escalofrío que recorrió todo mi cuerpo. Qué quería decir aquello, lo cerré y me recosté sobre el respaldo del sofá.
Después de varias horas me desperté. Fui incorporándome poco a poco, había una luz encendida, me sentía desubicado. Me puse en pie y comencé a pasear por el espacio. Mi cuerpo se había quedado entumecido, no entendía nada. Enfoqué la mirada en lo que parecía un cuadro, me acerqué y observé detenidamente el dibujo. No me gustó nada, un simple dibujo de un niño pequeño, una mancha negra grande en el centro y garabatos por todos los lados. Quién habría colgado eso en la pared. Enfadado y confuso a la vez, me senté en el sofá, me serví una copa de vino y encendí un cigarro. Estaba agotado. Cogí mi cuaderno y comencé a escribir…

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos?: Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram

Día 13 de mayo de 2020: Rollos.

Autora: Brigitte Szenczi.

Aquella noche me metí en la cama con una pregunta en la mente: ¿Por qué diablos compraría la gente tantos rollos de papel higiénico?

Por lo visto era una pregunta que mucha gente se hacía viendo en la prensa, en la televisión o en el móvil: imágenes de carritos repletos de este codiciado artículo, empujados principalmente por mujeres cuyas cabezas apenas asomaban detrás de los motones de paquetes apilados.

Sin duda, los humanos estábamos viviendo tiempos extraños que podían justificar el afán irresistible y compulsivo de hacer gran acopio de alimentos y mercancías diversas. Como en épocas pasadas, una plaga nueva y desconocida diezmaba la humanidad ensañándose sobre todo en los más viejos. Hacía tiempo que la humanidad había perdido la costumbre de lidiar con plagas y, en esta ocasión, con un virus letal e invisible, precisamente por su condición de virus, que obedecía a la ley matemática del crecimiento exponencial. Parafrasenado la frase de Margueritte Yourcenar, “le temps ce grand sculpteur”, pensé: el virus, este gran escultor.

¿De qué? Del ser humano, que el virus despojaba despiadamente de esas capas que habían ido conformando su existencia. Costumbres, creencias, estilos de vida, saltaban por los aires dejando al descubierto un ser humano frágil y desorientado. Era fácil que, en este marco de desolación e incertidumbre, el pánico generado por la pandemia provocase conductas irracionales como, por ejemplo, comprar sin ton ni son, papel higiénico.

Aquella noche tuve un sueño que os contaré:

Era noche cerrada. El tren donde me encontraba acababa de entrar en la pequeña estación de una ciudad desconocida. Me apeé de él con dificultad por la cantidad de maletas que llevaba conmigo. Pronto se hizo evidente que nadie me esperaba y, sin embargo, había quedado con unos amigos para emprender juntos un viaje. Se hizo también evidente que tendría que encaminarme sola hacia un lugar de destino cuyo nombre había olvidado. No tenía más remedio que echar para adelante, sin mi equipaje y confiando en mi brújula interior, en estado de alerta por la situación en la que me encontraba. Además, confiaba en la buena gente que encontraría en el camino: me echarían una mano. Pero era mucho suponer porque pronto averigüé que no había nadie por doquier. Y, en plena noche, me puse en camino. Recorrí caminos silvestres, valles angostos, ascendí por laderas pedregosas, crucé pueblos sin un alma viviente. No sé cómo logré llegar al final de la noche, pero cuando por fin vislumbré el primer fulgor del alba asomando por el este, supe que lo más duro había pasado.

El día se levantó rápidamente, ahuyentando los últimos flecos de oscuridad. La pequeña ciudad de provincia que se abría a mis pasos, resplandecía bajo un sol cuyo ardor estaba mitigado por el frescor delicioso del aire. Con mucha seguridad (cosas de la brújula) recorrí unas calles hasta que me paré delante de una tienda pintada de blanco. Entré en un espacio donde todo era blanco, menos el pelo azabache que lucían dos mujeres de rasgos asiáticos, vestidas con batas blancas de trabajo. Vinieron a mi encuentro y se ofrecieron a enseñarme la tienda. En un largo y ancho pasillo se alineaban contra las paredes, cubiertas de azulejos blancos, unas pequeñas mesas cuadradas. Cada una con un impoluto mantel blanco. Entre cada mesa podía mediar más o menos un metro y, encima de cada una, se podía ver un rollo de papel higiénico, blanco, entero, metido en un portarollos de porcelana blanca. Era un modelo antiguo, semejante al que tenía en mi cuarto de baño. Si me acuerdo bien, delante de cada mesita había una silla blanca. El dispositivo entero ▬ mesita, rollo de papel, silla ▬ se repetía hasta los confines del pasillo, hasta perderlo de vista. Me quedé perpleja, pero no tuve tiempo de preguntar por el objeto de aquel negocio, porque me desperté…

Tenía que encontrar una respuesta a esta pregunta que se había quedado en mi mente, mientras me ocupaba de los quehaceres rutinarios de la mañana. ¿Qué clase de negocio se hacía en la tienda de mi sueño? ¿Sería el de la vida y la muerte, del principio y el fin, a juzgar por la hechura de un rollo de papel?… Un rollo de papel tiene un principio y un fin. Se enrolla alrededor de un cilindro hueco. Cuando se llega a su hoquedad central, todo el papel se ha gastado y es imposible volver atrás, al contrario de lo que pasa con un pergamino enrollado alrededor de dos cilindros de madera, que permiten ir y venir, con lo que se puede reescribir lo que está escrito en él, mientras que en el rollo de papel higiénico, donde nada está escrito, cuando se ha avanzado en él ya no es posible volver atrás. Pensé, ¿acaso constituye una imagen del paso irremediable del tiempo? El número de veces que hemos tenido que recurrir a él nos acerca a nuestra propia muerte. El pergamino enrollado no tiene centro, al contrario del rollo de papel blanco que sí lo tiene. Este centro hueco se asemeja al centro inmóvil de una rueda, ese punto inmóvil que condiciona su movimiento, como la muerte condiciona el movimiento de la vida.

Un fragmento de Jung que curiosamente había leído recientemente me ayudó a entender el significado de mi sueño, de ese lugar de una blancura clínica, con su oferta de un solo rollo blanco para cada comensal que se sentase a la mesa… ¿la mesa de su vida? ¿La compra compulsiva de rollos de papel higiénico respondía a la angustia de no disponer más que de uno solo, de qué éste se acabase, de llegar al final? Y una vez llegado al final del rollo: el hueco. Nada. Tener más y más rollos, acapararlos, y así empezar de nuevo, una vez y otra, compulsivamente. No quedarse con tan solo el hueco entre las manos. Nada.

Unos pocos días antes del sueño había leído en Jung que no siempre entendemos lo que pensamos, ni lo que decidimos hacer, añado. ¿Cómo cuándo se compran rollos de papel higiénico de una manera compulsiva? Pensamos hacerlo por una razón práctica, para resolver una necesidad material, tenerla asegurada, pero quizá tal impulso obedece a otra cosa. A una imagen primordial, encarnada de manera irrisoria en un objeto tan banal como un rollo de papel higiénico, símbolo del transcurso del tiempo que se nos ha concedido a cada uno de nosotros, con un inicio y, al final, el hueco inexorable. Ante la amenaza de la muerte anunciada por la pandemia, qué angustia “ver” que tan solo tenemos un rollo, y que éste se podía acabar. No, hacía falta tener el mayor número de rollos disponibles. Llenar la despensa de rollos, la casa entera, los pasillos, por todos lados, que no faltasen. Y al que llegase tarde… ¡peor para él!

¿Pero en mi sueño ese pasillo con sus mesas dispuestas hasta perderse de vista? Un pasillo, ¿acaso no es un lugar de paso? ¿De paso entre dónde y dónde? Había llegado allí después de haber bajado del tren, una vez había llegado a la estación que marcaba el final de mi trayecto. Dejé mis numerosas maletas tras de mí y eché a andar por unos lugares en donde no había nadie, sin vida. Atravesé la noche oscura hasta que con las primeras luces de un nuevo día llegué frente aquel negocio. En cada mesa un rollo nuevo, blanco, impoluto, por estrenar, listo para ser usado, al alcance de mi mano, ¿para empezar de nuevo? ¿Una nueva vida? ¿La tienda era un espacio entre dos encarnaciones?

Si era así, mi consciente estaba haciendo una interpretación del lenguaje de mi inconsciente, a primera vista, optimista. Regresar, empezar de nuevo… Pero, pensándolo bien, quizá era más bien pesimista. Pues, quién, en su sano juicio, podría aspirar a esta Tierra donde los Cuatro Jinetes del Apocalipsis habían echado raíces para mucho tiempo.

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos?: Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram

 

Día 18 de mayo de 2020: Todos los días. 

Autora: María Escribano.

El presente está ansioso de futuro pero grávido de pasado

Gottfried Leibniz

(Cuento gótico)

Todos los días cuando me despierto, contemplo un rato el paisaje desde mi ventana. Lo mismo daría mirarse en el espejo. Las montañas ahora casi completamente calvas, estaban cubiertas de pinos y robles y en el río, poco antes de remansarse para fundirse con la ría, crecían grandes juncales donde se posaban los cormoranes y las garzas. Ahora es una ciénaga llena de muerte, pero este espantajo, esta visión de esqueleto desolado en que ha acabado convirtiéndose todo, a mi sigue sirviéndome todavía para sostener mis recuerdos. Es más de lo que podría dar cualquier otro lugar a alguien que ya solo tiene memoria. Enhebro las agujas de memoria. Tejo de memoria absurdas labores de ganchillo. Acciono de memoria los mandos de la cocina. Bajo las escaleras de memoria esquivando el escalón hundido que mis ojos cansados no me dejan ver bien, pero que si recuerdo. Releo libros que ya he leído. Escucho música que ya he escuchado. Vuelvo a pasar en el vídeo películas que ya he visto mil veces. Voy perdiendo los sentidos y sin embargo conservo la memoria. Esta debe ser una de las formas de envejecer. Cerrar el archivo de las sensaciones y repasarlo una y otra vez.

Desde aquí no se percibe el color pardo de las aguas del rio ni su olor apestoso. En los montes abrasados apenas sobreviven algunos pinos medio secos y los hermosos robles de la ermita hace tiempo que murieron. Les fui viendo enfermar poco a poco espiando impotente sus síntomas como un mal médico. Sobre mi cómoda guardo un puñado de sus bellotas, quizás las últimas, que recogí una tarde. De vez en cuando las contemplo un rato. Observo sus pequeñas capuchasque protegían el milagro de su fruto. No sé que pretendo con ello pues nada guardan ya sus entrañas petrificadas. Debo hacer cada día un ejercicio de memoria para reconstruir este paisaje de cuya belleza hice la medida de mi vida. En una parte elevada del valle todavía sigue en pie la tosca ermita de siglo XVIII con su santo sobre la portada vestido con calzón corto y sombrero de tres picos y con su cementerio alrededor. Un poco más abajo estaban los campos de maíz y de manzanos que salpicaban de alegres motas rojas el final del verano y junto al río, nuestra casa lindando con los jardines del pazo.

Cuando decidí refugiarme aquí, el paisaje de mi niñez y de mi juventud, acababa de suceder la catástrofe y todo el lugar en varios kilómetros a la redonda había sido abandonado. Yo volví tras una vida de huida continua yendo y viniendo por la autopista cada verano desde la ciudad,mientras todos mis frágiles nudos con la vida se fueron desatando poco a poco, como si en realidad estas montañas hubieran sido mi verdadera meta, un territorio de espera desde el que todo pareció posible durante mucho tiempo. Ahora que el tiempo de la esperanza ya ha pasado,pensé que la concreción del mal lo convertía más que nunca en mi lugar. A veces bajo hasta el pueblo cercano, paseo por sus calles desiertas y me siento en el mismo banco del parque donde, cuando tenía catorce años, alguien me explicó lo que significaba poseer algo en potencia. “Tú por ejemplo- me dijo- eres madre en potencia”. Era una profecía elemental que sin embargo me conmovió.

Junto a mi casa, el hermoso pazo con su gran jardín, está abandonado por completo. Ya no sé a quién pertenece. Puedo caminar sin que nadie lo impida a través de los paseos que cubrieron emparrados de glicinias y llegar hasta el embarcadero donde todavía persiste amarrada al pequeño muelle una barca en la que podía llegarse hasta el mar y que ahora es una cáscara llena de grietas, un recuerdo de barca. Puedo visitar las cuadras vacías donde estaban los caballos. Si cierro los ojos, puedo vernos a todos en aquella comida del verano de 1975. Tras los postres, sesteamos bajo los árboles y mientras comenzaban a besarme, alguien que acababa de llegar de Inglaterra, hizo que sonara Pink Floyd, “Bienvenido hijo, bienvenido a la máquina”. Fue un momento de felicidad perfecta.

El otro día descubrí una ventana rota en la parte de atrás y pude colarme por ella y recorrer sus habitaciones vacías. Casi todos los muebles han desaparecido pero se conservan algunos vestigios del pasado. Un hermoso picaporte dorado se aferra tenazmente a una puerta de madera de castaño y en los techos, permanecen algunos fragmentos de escayola, con guirnaldas de frutas y flores. En uno de los dormitorios hay todavía una pesada cama de hierro. Me he sentado en el somier oxidado y crujiente y su ruido ha sonado tan familiar como la voz de un viejo amigo. He pasado un buen rato sentada allí contemplando ensimismada las motas de polvo ir y venir por los paseos de los rayos de sol. “Quienes sois?” les susurré. “¿A quien pertenecisteis cada una de vosotras?” Por un instante pensé que alguien acababa de entrar en el piso de abajo. Casi lo hubiera agradecido, pero ni los saqueadores se molestan en venir por aquí. Hace tiempo que no hay nada que saquear, así que por lo que a esto respecta, estoy a salvo. Ha sido el mal lo que ha preservado este lugar, el mal que entró por las venas del valle como la bilis negra, como una melancolía brutalmente tangible. Por alguna razón que no comprendo, de momento no parece afectarme. Es asombroso que pese a mis múltiples achaques, mi cuerpo insista en seguir vivo.

Poseo un viejo coche. Con él hago cada semana cuarenta kilómetros hasta llegar a lo que llaman la tierra sana para abastecerme de lo que me es imprescindible. Cuando lo ven acercarse, las gentes se inquietan. En la estación de servicio, primera edificación tras este infierno, hay un supermercado donde compro algo parecido a la leche, galletas y bebidas de zumos de frutos con aditivos vitaminados. Menos yo, todos van protegidos con mascarillas, así que me miran con recelo y se mantienen a distancia. La dueña del supermercado es rubia. Debe ser más joven que yo pero es imposible saberlo. Tiene un aspecto semejante al de todas las mujeres que aparecen en la televisión, casi el mismo peinado, casi el mismo cuerpo, casi la misma ropa. Algunos niños se asustan de mi cara surcada de arrugas. Los más pequeños lloran. No han visto nunca a una anciana como yo.

Hace un año, mi hijo se arriesgó a acercarse hasta la gasolinera para que pudiera ver a misnietos. Como siempre, me sorprendió su modo grácil de moverse igual al de su padre. No pudo reprimir un gesto de rechazo cuando contempló mis greñas grises y mis arrugas más profundas cada vez, pero hace tiempo que me ha dejado por imposible y por otra parte mi tozudez en permanecer aquí, le libera de toda obligación. “Tienes buen aspecto, pese a todo. Debes tener una genética asombrosa para sobrevivir en el valle”, me dijo admirado. Tal vez fuera un cumplido porque nada se admira más hoy que una buena genética. El más pequeño me miraba asombrado, “¿Qué le pasa a la abuela? ¿Por qué está tan fea? No dejó de mirarme mientras se alejaba el automóvil. Hice grandes esfuerzos por no dejar de sonreír.

Cuando volví a casa aquella tarde me miré en el espejo. Tampoco a mí me gusta la vejez. El cuerpo se convierte en algo fuera de nuestro control, que parece no tener ya nada que ver con uno mismo. Pero yo me pregunto si quien soy de verdad es la mujer hermosa que muestran las fotografías que aparecen de vez en cuando en algún cajón o si, por el contrario, es esta declinación entrópica mi verdadero rostro. Algunas teorías afirman que la vejez humana es una sutil treta de nuestra especie para que las abuelas colaboren en el cuidado de la prole. Imagino a las mujeres de aquellos años oscuros, rodeadas de niños al sol en la boca de la cueva, buscando desesperadamente hacerse un lugar dentro de la tribu, resistiéndose a morir. Pero yo estoy completamente sola, así que por qué sigo viva, me intriga cada día.

De memoria juego a recomponer mi rostro, como si la juventud fuera un punto de referencia, una edad de oro a la que debe volverse y exploro sus ruinas como una arqueóloga. Las ondas secas que vagamente conservan mis greñas, me sirven para rememorar mi cabello rizado. He tirado de mis mejillas hacia las orejas y los surcos a los lados de la nariz, han disminuido un poco, pero las bolsas hinchadas bajo los ojos permanecen obstinadamente en su lugar. Nadie tiene ya este aspecto. La vejez y la fealdad han terminado contemplándose como una insolencia. Dado el infierno en el que ha llegado a convertirse el mundo, cualquier cosa que lo recuerde, resulta insoportable. Mi rostro viejo, mi cuerpo desvencijado, mi forma de vestir de negro como las antiguas mujeres de la aldea, son para mí una forma de rebeldía. Revuelvo en las fotografía y encuentro una en la que se me ve sonriente, con un vestido azul estampado, sentada en este mismo porche, uno de aquellos veranos felices de hace tantos años.

¿Quién soy en realidad? ¿Qué es lo que permanece en cada uno de nosotros? Cada verano desde que éramos pequeños, nos fotografiábamos en el jardín o en el porche mamá, papá y mis cuatro hermanos. En otras fotografías van apareciendo los cónyuges según fueron llegando y más tarde los niños. Puede seguirse casi de año en año la evolución de toda la tribu hasta el año fatídico de la gran catástrofe. Tras el porche, aparece el telón verde que formaban los castaños que plantó mi padre y que fueron creciendo a lo largo de los años hasta asomar por encima de la casa como gigantes protectores. Ahora están muertos. Tres de sus troncos han quedado desnudos mientras sus ramas iban tronchándose con gran estrépito en las noches de invierno. Cuatro más sobreviven todavía medio calvos extendiendo desesperadamente sus ramas al aire como árboles de Friedrich componiendo una visión más desolada aún. Solo que   lo que hay frente a mi ventana no es un símbolo. Los tiempos de las metáforas se han acabado.

Hace tiempo que he perdido el contacto con el otro mundo. Nada tengo que ver con lo que ha acabado convirtiéndose. Tras millares de muertos, con la gente aterrorizada, el gobierno, noqueado durante un tiempo, ha reorganizado a su gusto todo el país. Territorios acotados que se mantienen oficialmente sanos, al menos visualmente, y territorios malditos por los que nadie sensato se atreve a penetrar. Pero yo pienso que es el horror visual que provoca su fealdad la verdadera causa de su catalogación como tierra insana. Dudo mucho que la tierra sana pueda estarlo realmente aunque así lo parezca, porque la fealdad y la enfermedad se ocultan con verdadero ahínco. Una transfiguración perversa, la cirugía plástica, ha acabado aplicándose a todo, no solo a los cuerpos, con gran perfección. En la cafetería de la gasolinera oigo a veces rumores de enfermedades extrañas, pero nadie parece estar enfermo en apariencia. Solo yo, debo parecerlo ostentosamente. No quiero eliminar esta última metáfora. Soy vieja y además lo parezco. Me pregunto como llegará a morirse esa gente. Como será morir con ese saludable aspecto.

Los de fuera me aseguran que más allá de la Línea, existen territorios intactos llenos de árboles verdes y ríos cristalinos. No lo creo. He vivido lo suficiente para desconfiar. He visto allí a los árboles mantener su mismo tamaño año tras año. He observado como las flores no enfermaban paro tampoco crecían ni se marchitaban. En el cementerio que hay junto a la ermita, se conservan inmutables las lápidas de piedra. Muchas tarde me acerco hasta allí y me paseo entre ellas leyendo sus inscripciones, “Constantino Couso. Tus hijos no te olvidan”,Aquí descansa Gumersindo Capeans, (Sindo de Lousame)”, “Dosinda Castro subió al cielo a los seis años”. Me parecen hermosos poemas, pequeñas puntas de iceberg de historias que me entretengo en imaginar. Hubo un tiempo en que las gentes visitaban a sus muertos porque creían en la vida, porque la vida y la muerte estaban armoniosamente unidos. Las mujeres fregaban con denuedo las losas y las llenaban de flores. Me conmovía entonces aquella actividad completamente inútil y todavía hoy siguen conmoviéndome esos vestigios de poética civilidad. Ahora los restos convertidos rápidamente en polvo se desparraman por cualquier sitio, borrándose su rastro. Se piensa que el ritual de la muerte es algo primitivo y superfluo. ¿Quién perdería hoy el tiempo restregando lápidas y cubriéndolas de flores?

Tampoco a mi me importa ya lo que vaya a ser de mi cuerpo. Supongo que cualquier día olvidaré el escalón hundido y caeré por las escaleras. Puede que enferme definitivamente y no pueda moverme de la cama o tal vez, acabe mis días sentada en la mecedora del porche, contemplando la puesta de sol que milagrosamente sigue aconteciendo cada día y preguntándome cómo es posible que la tierra no se haya cansado de girar. Puede que pase un tiempo antes de que alguien me eche de menos pero aunque así fuera, no sería necesario hacerse cargo de mi cadáver. Esto es ya un cementerio. Todo el valle es oficialmente un cementerio. Todo el mundo es ya un cementerio desde que la muerte ha dejado de tener su lugar propio, un hermoso jardín de mármol, flores y tierra blanda. El lugar de la muerte ha invadido el lugar de la vida, la frontera ha caído aunque todos pretendan ocultarlo, aunque parezca más nítida que nunca. La muerte a la que han intentado arrojar de la vida se ha disfrazado de ella.

Creo que el espejo no devuelve ya solo el reflejo de mi desolación. Mi rostro no es más una metáfora y tampoco lo es el paisaje desde mi ventana. Creo que la bilis negra no ha penetrado solo por el río sino también por las venas del mundo. Toda la naturaleza agoniza y la simple alegría de estar vivo sintiendo el aire de la mañana sobre la piel, debe comprarse ahora en las farmacias. A veces hago un esfuerzo por pensar que todo esto no es más que una creación de mi mente cansada, que consigue que mi rostro, que mi cuerpo se reflejen en el paisaje, que son mis ojos y mi melancolía lo que cubre de desesperanza todo lo que contemplo. Paradójicamente es esta posibilidad lo único que me consuela. El mal tal vez desaparezca cuando mis ojos se cierren y todo volverá a recomponerse de nuevo. Una nueva disposición de las cosas ajena por completo a mí, se está tal vez gestando y espera solo que desaparezca para mostrarse. Tal vez me empeñe inútilmente en ser cómplice de los últimos vestigios de un mundo agonizante. De alguna manera sospecho que el solo hecho de vivir también me ha convertido en su verdugo.

Esta mañana he dado un largo paseo. Me he atrevido a subir hasta el lugar de la montaña desde el que puede divisarse toda la ría e incluso a lo lejos, el mar abierto. Poco antes de que ocurriera, una tarde de finales de agosto de hace ya muchos años, yo había subido a este mismo lugar a la hora en la que los pequeños barcos comenzaban a salir a pescar. La belleza del momento me hizo percibir su fragilidad con toda lucidez. Hoy comprendí que esa fragilidad era la mía y que un nuevo mundo está esperando a que yo muera para vivir de nuevo. Otra mirada, otro sentir se extenderá sin duda por el valle, tal vez la del puro permanecer de las rocas, la del secreto bullir del agua cenagosa, donde todo comienza. Tal vez el impulso de eternidad, la empatía que los humanos sentimos con lo que conocemos, no sea sino un espejismo, que acaba acoplándose a cualquier escenario.

Aunque he considerado también la posibilidad de que esta melancolía, esta tristeza profunda,sean un eco de algo real y que sus gritos resuenen en mí reclamando un último duelo. He regresado a la casa y me he sentado en la mecedora del porche al atardecer como si todavía esperara algo. La hermosa luz del ocaso continúa transfigurando amorosamente las formas de todo el valle, suspendiendo el tiempo por unos instantes y entonces, cuando la recibo, también siento la tentación de entregarme a ella.

Aunque está terminando el otoño, sigue haciendo un calor sofocante. Cada vez es más nítida la percepción de que todo lo que me rodea aguarda con impaciencia mi muerte, la desaparición de mi memoria  para poder imponerse definitivamente, pero también de que hay algo, un dios díscolo que me empuja a sostener esa memoria. Tal vez por eso se sobrevive cuando no se tiene ya nada que hacer, cuando se vive en un tiempo ajeno, y por eso sentarme en el porche a recordar, tiene algo de desafío. Tal vez la memoria sea una resistencia desesperada frente al tiempo, un inútil ajuste de cuentas contra la traición de todo aquello que amamos, una fantasmagoría soberbia, pero desde el lugar donde me encuentro, no se puede hacer otra cosa. Mirar a lo lejos e intentar no olvidar.

Francisco Lloréns, Jardín del pazo (1924), óleo sobre lienzo, 83 x 100 cm. @Francisco Lloréns

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos?: Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram

 

Día 20 de junio de 2020: La sanación.

Autora: Laura Carratalá Díez.

No sé si el sol riela, como la luna, pero su brillo sobre las aguas es el más hermoso que jamás haya visto. Un reflejo sutil y rutilante, de límites deslumbrantes e imprecisos, capaz de acunar y enceguecer el ánimo de todo aquel que durante unos instantes sea capaz de contemplar su infinitud. Lo he sentido sobre el mar de Beirut, lo he navegado sobre la superficie del Nilo y, maravillada, logro rozarlo ahora sobre el calmado mar de una lejana ciudad llamada Valencia, de cuya belleza escasamente había oído hablar en el Oriente.

Apenas conozco qué hago aquí ni cómo he llegado. Me hospeda un reciente sanatorio, inaugurado, según he sabido, hace tan solo tres años, en 1924, y cuyo nombre se tomó  prestado de  la playa que lo alberga, La Malvarrosa. La mayoría de los pacientes padecen tuberculosis; dicen que la brisa y las aguas de estos lugares mejoran sus dolencias. Yo no padezco de esa enfermedad ni estoy segura de padecer de ninguna otra que justifique mi estancia en este lugar, tan pronto lóbrego como luminoso y fascinante, y transmisor de una serena paz que conjuga mal con el dolor que rezuma de sus habitaciones. Pero también hay en él serenidad y esperanza; en  los esfuerzos de los enfermos que contemplan con alegría sus progresos, en las risas de los niños huérfanos y tullidos que juegan desnudos con las olas y los barcos de hojas de caña, en la valentía de las religiosas y las enfermeras que sostienen cada día, con paciencia infinita, el ánimo de quienes aquí residen. Me cuesta admitir que ahora sea mi hogar también, aunque de manera temporal. Pero mi reticencia cede cada mañana y cada tarde, sentada a la orilla de unas aguas suavemente oscilantes que con timidez se acercan a humedecer mis ropas. Es entonces cuando siento que mi pertenencia a este lugar podría ser intemporal.

De lo acontecido durante mi enfermedad y despertar, las fiebres y el delirio que aquí me trajeron han dejado apenas un magma de confusos recuerdos. Los escasos destellos que vienen a mi memoria se desvanecen antes de poder retener su imagen. Pero algunos de ellos dejan una cierta esencia, una emoción que me transporta de repente a otro mundo de olores y colores diferentes, de ese venerado Oriente que a veces añoro y detesto, de esa misma luz que me baña aquí, en la orilla opuesta del mismo mar que me acompaña.

Debo de llevar aquí, en La Malvarrosa, en torno a tres meses. Consciente, tal vez dos, quizá algo menos. Aún tengo cierta dificultad para orientarme con exactitud en el tiempo, y, en ocasiones, también en el espacio. Mi apetito es aún escaso, y mis fuerzas, faltantes y huidizas. Sin duda, en esta convalecencia, la naturaleza, y, por tanto, la medicina, han pautado unos ritmos lentos, casi musicales, para mi recuperación. Los días, sin embargo, no siempre han transcurrido con la misma cadencia, aunque se repiten ciertas pautas asociadas a mi tratamiento –las visitas de las enfermeras; los ejercicios en el patio, junto a las palmeras; el reposo posterior, a la sombra de los suaves parteaguas que más bien parecerían querer zafarse de la luz del sol-.

Hacia el mediodía, y, posteriormente, al atardecer, suelo acercarme a la orilla del mar. La arena de esta playa es diferente a la de otras que he conocido. Más fina, más suave, más resbaladiza. Adoro sentir las pequeñas conchas quebradas jugando entre mis pies mientras paseo por la orilla o finjo avanzar hacia unas profundidades ausentes en estas aguas. En mi camino, suelo atravesar un pequeño cañaveral junto a la desembocadura de un arroyo donde me divierto arrancando furtivamente algunas hojas con las que, posteriormente, dibujo en la arena y, en ocasiones, me atrevo a escribir. Muchas veces han sido nombres que he reconocido como mi familia. Pero entre ellos había uno que no lograba situar ni en mi pasado ni en mi presente y cuyo rostro no hallaba tampoco lugar en mi memoria.

Durante mi enfermedad, mi inconsciencia no fue completa; al menos, no de manera permanente. Había momentos en los que era capaz de percibir confusamente mi entorno. De nuevo, un magma de sonidos vagos e indiferenciados, de sombras oscilantes, de ajetreo intermitente (tal vez durante los traslados). También de silencios. Pero nunca de soledad. En el desconcierto de horas y de intervalos, de alternancias de delirios y de débiles discernimientos, había un hilo de extraña permanencia y presencia cerca de mí, que, no obstante, había desaparecido cuando recuperé la consciencia de manera definitiva. Durante los primeros días busqué, confusa, a mi alrededor, cautiva aún de la debilidad y el aturdimiento, incapaz siquiera de hablar o de moverme, menos aún de inquirir o de expresar mi desazón. Había momentos en los que sentía que mi entorno se desdibujaba de nuevo y mi consciencia retrocedía hasta el desfallecimiento. Y era entonces cuando volvía a sentir que no estaba sola, que un hálito de vida ajena alimentaba la mía, como un aura sanadora que se llegaba a mí y se desvanecía con mi recuperación.

Mi mejoría se fue afianzando a través de estos ciclos sanadores que inundaban, casi tanto mi aliento como mi cuerpo, de una corriente de vida cuyo origen entendí que no podía provenir sino de otra. La idea de que mi vida pudiera estar sustentada y alimentada por otra que se apagaba poseía un halo poético y atormentador que me impelía a buscar día y noche la fuente de mi curación. Y quiso la Providencia que la hallara en una estancia cercana a la mía, apenas iluminada por el reflejo lunar, yacente bajo una respiración lenta y dificultosa, macerada en unas fiebres inclementes, cuya cobardía no osaba siquiera desafiar su dignidad. Rocé, casi involuntariamente, una pequeña placa sobre una mesita apostada junto a su cama, y en ella pude reconocer el nombre que tantas veces había fallado a mi memoria, el del médico que frente a mí se hallaba y que había dado su ciencia y su vida para salvar la de sus pacientes. Quiso la desdicha que decidieran mis fiebres, cobardes, pero irredentas, buscar venganza en su debilidad corpórea, pero quiso su determinación que estas no se llevaran dos vidas sino una.

Me senté a su lado y tomé su mano, en la que guardaba una pequeña oración a San Judas Tadeo, a quien, supe después, tanto había rezado para que le inspirara a llegar allí donde la ciencia aún no alcanzaba. Durante varios días lloré y recé por él y junto a él, sabiendo que no podía devolverle la vida que me había dado, sin que médicos ni enfermeras desearan apartarme, en un acuerdo implícito para no consentir que la soledad que a los demás nos había evitado se hiciera presente en su final. Su hálito se consumió en un bello amanecer en el que nadie faltó de su lado y en el que las lágrimas se mezclaron con la admiración y la esperanza que su propia vida había sembrado.

La debilidad física y la confusión anímica no me permiten vislumbrar todavía cómo podré recordar su magnanimidad. La culpa ha atenazado mi responsabilidad en un tiempo indefinido, causándome un dolor profundo y enajenante que ha hendido mi voluntad hasta los límites de la insania. He vertido lágrimas junto a la luna y apagar ha querido mi pesadumbre el sol. Mi corazón, desesperado, buscó, sin lograrlo, huir de este lugar, al que, con el tiempo, ha anhelado regresar, si no fortalecido, al menos, redimido. Y, hoy, por fin, puedo atisbar, en la infinitud del horizonte pelágico que contemplo, en las olas que me alcanzan y en el sol que me acompaña, que su ejemplo alumbrará siempre mi vida y que la ciencia que recorre del Oriente al Occidente difundirá su memoria, que emerge cada día frente al suave rielar de la luna y el maravilloso despertar del sol que enciende el mar cada mañana para sustentar con fuerza los muros de La Malvarrosa.

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos?: Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram

 

Día 27 de junio de 2020: Le obligué a decirme dónde está el fuego

Autor: Carlos Ruiz.

El primer día de confinamiento en España a raíz de la crisis del COVID-19 coincidió con el accidente de coche de mi hermano. Concretamente, saliendo de Sevilla de pasar unos días con su amante. Su todavía esposa y su hijo, residentes en Bilbao, se hallaban en ese momento en mi piso, convenientemente ubicado en primera línea de la playa de La Concha, en San Sebastián. Por si las circunstancias en las que nos quedamos atrapados en casa no fuesen lo suficientemente llamativas, mi cuñada Maitane había sido uno de mis eternos, improbables y más intensos amores de juventud. Los problemas no terminaron ahí.
Yuri, que esperaba ansioso su sexto cumpleaños en las próximas semanas, correteaba por la cocina. Maitane y yo nos sentamos en el balcón, mirando el oleaje de marzo. Aun se veía gente correteando por la playa, la magia de Donosti, incluso en el ojo de la pandemia. Mi trabajo de profesor de Estudios Ingleses me hacia las cosas más fáciles para procurarme tal ansiada ubicación. Mi hermano todavía vivía con ellos en un piso mucho menos acogedor en el barrio de Indautxu en Bilbao, lo cual tampoco estaba mal, pero cada vez pasaba más tiempo fuera y no mostraba mucho interés por su familia. Siempre había sido así, en realidad. Como padrino de Yuri, siempre procure estar cerca de ellos y proveer cuando mi hermano no podía o no quería, que era casi siempre.
– Le odio. – Murmuró Maitane. No había dejado de fumar. Creo que era lo único que nunca me había gustado de ella. – Que se pudra allí abajo. No voy a ir a verle.
– Entonces tendré que ir yo. – Dije, con un té en la mano. – Puedo llevar a Yuri. Tendrá que ver a su padre.
– ¿Si? – Rió irónicamente.- ¿En tu inexistente coche, hasta Sevilla, con mi hijo? Buena suerte. – De momento siguen existiendo los trenes. – Respondí. Nos miramos y reímos, con ganas y sin poder evitarlo, como hacíamos de jóvenes. De aquello siempre hace mucho tiempo. Yo conducía poco, tarde, y mal, y desde que vivía en Donosti no tenía coche. No lo necesitaba y era un engorro.
– Carlos. – Dijo. Casi nunca, incluso ahora, me llamaba por mi nombre de pila. – Tu hermano no te aprecia. Piensa que eres un estirado y que te crees mejor que él. No vale la pena que arriesgues tu tiempo y salud por ese imbécil.
– Ese imbécil todavía es tu marido y el padre de la única persona menor de 25 años que me importa en este mundo. – Bebí de la taza para ocultar mi sonrisa. Estábamos rejuveneciendo décadas con esta conversación. No hablábamos con esta confianza desde que fuimos adolescentes tardíos. Sé que ella también lo estaba disfrutando, pese al contexto. Siempre había podido leer sus ojos.
– Quien sabe. – Dijo Maitane. – A lo mejor estamos confinados semanas. Meses. Imagina la crisis que nos viene. Peor que 2008. A lo mejor cuando puedas ir a verle ya no está.
– No digas eso. Yuri…
– Yuri tiene que hacerse a la idea de que va a tener que crecer lejos de su padre. – Continuó, tajante. – No es por el accidente. Ya había tomado esta decisión hace tiempo. No es bueno para él. No hay hombre bueno hoy en día.
– Yuri lo será. – Lo dije en serio. – Quedaos aquí. No podéis volver a Bilbao de todas formas. – Las palabras salieron solas.
Maitane permaneció en silencio, terminando el cigarrillo. Lo dejó caer al aire. Antes de que respondiera, sonreí por dentro. Ya sabía el resultado.
– Maldito Charlie. – Se volvió hacia mí, con los ojos enfurecidos pero con la misma sonrisa de aquel verano de hace trece años. – Como odio que siempre sepas lo que decir.
Nos abrazamos al atardecer. Yuri, en su frenesí de juego, lanzó una pelota de goma contra el cristal. No podía habernos escuchado, pero de alguna forma lo sabía y también estaba contento de quedarse con su tío Charlie.

No me alegré cuando Maitane y mi hermano supieron que iban a engendrar, quizá porque ellos tampoco estaban muy contentos al principio. Mi hermano era un desastre andante y no iba a tener un empleo fijo en su vida, porque era muy inconstante y mala compañía en sí mismo. Maitane era aún demasiado joven y ninguno de ellos podía permitirse criar a un niño, pero poco a poco, entre los tres, salimos adelante. Ellos solventaban a duras penas la parte económica, y yo me ocupé de la educación intelectual de Yuri. Mi mudanza a Donosti acabó con la gran mayoría de mis libros de infancia y juventud transportados en cajas a su modesto hogar bilbaíno, probablemente una de las últimas veces que había cogido un coche. Maitane, por suerte, también valoraba la cultura, pero su nueva vida y sus dificultades le absorbían todo el tiempo. Y mi hermano, que por norma general siempre esperaba a que las series estuviesen dobladas al castellano para verlas, no había tocado un libro desde 1997. No tuvieron que pedírmelo. Yo siempre tuve claro que no engendraría descendencia y me atraía la idea de ser útil para alguien, de forma desinteresada, por una vez, sólo para ver lo que se sentía. Y, cuando Yuri abrió su primer cuento de Disney, lo supe y no me defraudó.
Mientras mi hermano seguía con sus fechorías por Bilbao, yo me aficioné al largo trayecto en Euskotren desde Donosti para ver a Yuri y, de paso, a Maitane, que a pesar de todo seguía siendo mi amiga. Entre los dos, el niño aprendió a leer antes de cumplir tres años, lo cual nos dio tremenda alegría y nos unió de nuevo. El libro que, podría decirse, fue el primero que leyó entero también había sido el mío, allá por 1990, un pequeño cuento con ilustraciones cuya portada mostraba a Mickey, Donald y Goofy en un bosque al anochecer. De entre los arbustos, un monstruo con la cara verde y los rasgos afilados mostrando una horrible sonrisa maligna, envuelto en una luz amarilla, emergía para asustar al grupo. Había sido mi primer sobresalto, el nacimiento de la consciencia del miedo, y por, desgracia, tuvo un efecto muy negativo en Yuri. Las pesadillas y los terrores nocturnos hicieron su aparición y ya no hubo más noches tranquilas en Bilbao. La oscuridad y mal estado del piso tampoco ayudaba. El niño lo pasó mal bastante tiempo y mi hermano, que no era ya de por sí el mejor hombre de familia, empezó a buscar fuera de casa lo que le hacía feliz. Una vez tuve que ir a la comisaría a por él, dar mil excusas, conducir hasta Kobetamendi y allí darnos de puñetazos. No me siento orgulloso de aquello, mucho menos del hecho de que, aun en su lamentable estado, fuese capaz de golpearme certeramente en la cara, dejando evidencia de lo acontecido. Maitane no dijo nada sobre aquello. Creo que con gusto nos habría dado lo nuestro. Esto es, si hubiera podido dormir tranquilamente más de una noche en aquella época.
Todo mejoró hace poco, cuando Yuri cumplió cinco años. Comprendió, gracias a nuestras pacientes explicaciones y la inteligencia que comenzaba a mostrar, que aquellos monstruos no eran reales, que pertenecían al mágico mundo de los sueños y la literatura, que eran lo mismo. Se sucedieron los libros, ya gastados por mi infancia y la suya, en la que los buenos, jóvenes y nobles héroes arquetípicos, vencían a los malos, que siempre usaban ardides para inspirar terror en ellos. Aquellos cuentos de Disney dieron paso a «Los Cinco frente a la aventura», «Los tres investigadores de Alfred Hitchcock», «El fantasma del bosque», «El pintor de pesadillas», «Tom Sawyer detective», «La senda secreta», «Pasado mortal», y muchos, decenas de cuentos y libros de ilustraciones que ayudaron a construir su mundo. Las pesadillas persistieron, un tiempo, hasta que logramos hacerle entender cómo funcionaban las parálisis nocturnas, que eran algo transitorio y que podía vencerlas si se relajaba. Doy gracias por no haber sufrido nunca una parálisis del sueño. Mi imaginación ya es demasiado portentosa y retorcida como para quedarme inmóvil en la cama mientras el hombre del saco se mueve en la penumbra, mirándome fijamente con ojos de fuego. Me convertí en un tío ejemplar, Yuri salió adelante y pudo tener algo de felicidad, mientras que, para mí, su crecimiento y poder pasar algo de tiempo con Maitane me llenaba más que mi bien remunerado trabajo en la Universidad Pública Vasca y mis textos de reciente publicación.
Dos semanas de confinamiento dieron paso a dos más. En este tiempo, la tasa de muertos en toda España crecía de manera descarnada. Miles de puestos de empleo se perdieron, entre ellos el de Maitane, que ya era bastante precario de por sí. Recibimos noticias de Sevilla. Mi hermano se encontraba estable, con vistas a una larga y dolorosa rehabilitación, pero fuera de peligro. No tenía otro remedio que quedarse en el sur una larga temporada, pero aquella era la menor de nuestras preocupaciones. Salíamos poco a la calle durante el estado de excepción, hacíamos la compra básica en la tienda y, por lo demás, el balcón era nuestra nueva residencia para tomar el aire, eso sí, con las mejores vistas del mundo. Serpenteando con la mirada, caminando por la playa, pasando el Ayuntamiento y el puerto deportivo, dejando atrás el Aquarium, nuestros ojos ascienden la cuesta del monte Urgull, y se sientan a descansar a la sombra en uno de los repechos, la cima queda lejos y es el primero de Agosto de 2007. Maitane y yo hemos quedado por primera vez, ella está saliendo con alguien en Irún y yo estoy saliendo con Marta, pero me ha dejado esa misma tarde porque me ha visto paseando con Maitane. Muchos años más tarde tendrá una hija a la que llamarán Charlie, ignoro la razón, pero nada de esto ha pasado ahora, lo único que ha pasado es que Maitane se ha quitado la camiseta y nos estamos besando con el mar de fondo. Ninguno hemos cumplido veinte años, a ella le faltan más que a mí, pero es la mejor tarde de mi vida. Esa noche en Sagües estaré en primera fila viendo a Barricada antes de separarse y pensare que me espera un verano interminable junto a ella. pero pocos días más tarde las cosas se tuercen y nos quedamos forzados a ser amigos. Cuando creo que voy a decidirme a dar el paso, mi hermano aparece en escena. No puedo hacer nada. Carece de los principios a los que soy fiel y tiene todo lo demás que yo no. Así han sido las cosas estos trece años. De vuelta al presente, Maitane y Yuri llevan cuatro semanas en mi casa. Y yo tengo que esconderme en mi habitación a altas horas de la noche para que no me escuchen reír y llorar de felicidad y algo más. Cuando saco la cabeza de entre las sábanas., escucho los gritos y lágrimas de Yuri. En el cuarto de juegos, algo lo ha asustado.
Maitane habla con Yuri en euskera, lo consuela pero también, severamente, le hace entender que no hay nada en el cuarto de juegos que pueda haberlo asustado.
– Pero, Ama, lo he visto. – Susurra el niño, temblando. – Estaba allí de pie, todo vestido de negro y con fuego en los ojos. – Y señala en dirección al armario donde guardo mis viejos juguetes que destroza sin miramientos en sus juegos tontos.
– Lasai, Yuri. – Su madre lo acuna entre sus brazos. – Ez dago ezer. No hay nada. Vamos a ir al armario y lo vas a ver con tus propios ojos.
El resto de la tarde se hace muy largo hasta que el niño se calma, pero mantiene su versión de los hechos. Si hay una figura negra embozada con ojos de fuego en mi casa, me va a dar material para muchas historias, desde luego.
– Tus malditos cuentos. – Maitane me mira fijamente. No está enfadada pero le encanta fingirlo. – Eso es lo que le ha traumatizado. Ahora tengo que dormir con él.
– Qué suerte tiene el niño. – Murmuro, contrariado, tratando de terminar mis tareas en el ordenador. El teletrabajo es maravilloso.
– Cállate. Eres imbécil. Si pudiera me iba a Bilbao con él, lejos de tu piso siniestro de escritor frustrado.
– Sigue, que me gusta. – Escribo el punto final, lo envío y ya he terminado de trabajar por hoy. He decidido que esta semana mis alumnos lean a T.S. Eliot, pero no su famoso poema «La Tierra Baldía», sino «La canción de amor de San Sebastián». Enseñar literatura inglesa me capacita para decirle a la gente lo que tiene que leer. Me giro en la silla para mirarla. A pesar de casi haber entrado en los treinta, luce igual que aquella tarde en Urgull. Se sabe poseedora de la eterna juventud y disfruta de ello. Sabe que no es la única.
– ¿Es que no hay alcohol en este piso del demonio? – Alza el vaso vacío y yo voy raudo al mueblebar. Preparo unas copas y pincho un vinilo de Scorpions. El riff de «Pictured life», una de las mejores canciones de rock de la historia, se lleva por delante su enfado, mi frustración, a mi hermano, se abren las puertas del balcón y el viento danza ante nosotros, se divisa el monte brillar ominoso y recuerdo que nunca llegamos a subir juntos a la cima, y será lo primero que hagamos cuando se levante el confinamiento. Ahora sólo podemos bailar.
Le alcanzo el vaso que he preparado. Cuando se acerca para cogerlo, le susurro un «Maite zaitut» que me sale de las entrañas. De alguna forma, he visto una luz verde y yo, como Gatsby, creo «en la luz verde, el orgiástico futuro que año tras año va retrocediendo ante nosotros…»
Esa noche, Maitane duerme plácidamente en mi habitación, el vaso vacío descansando a su lado en la mesilla. Dormirá hasta el amanecer. Me he ocupado de eso. Levantándome de la cama, dirijo mis pasos al armario. Aparto la ropa y, sonriendo, noto crujir el maquillaje en mi rostro. La pintura negra se cuartea y debo dejar de sonreír, pero es muy difícil. Sigo sonriendo mientras manipulo el doble fondo y me pongo el sombrero y la capa, embozándome de negro para emerger al otro lado, en el cuarto de juegos donde duerme Yuri en su camita infantil. Grazno, la voz ronca de aguantarme la risa, gruñidos para despertarlo. Aún no he conseguido reflejar el fuego en los ojos, debo decir. No sé de donde se lo ha sacado ese niño, pero bastante tengo con mantener la cara negra en un rictus de odio toda la noche. Yuri, ya despierto, yace inmóvil, mirándome fijamente. La parálisis, o lo que le hemos dicho que es una parálisis del sueño, lo mantiene así. Ni siquiera puede gritar. Oh, no lo hago todas las noches. Solo cuando no hay luna. Si quiero mantener a mi familia unida, lejos de las garras de mi hermano, uno tiene que hacer ciertos sacrificios y tomar decisiones a veces desagradables. Yo también lo pasé mal a su edad por culpa de aquellos libros y he salido bien. La literatura es lo único que importa ya, el resto es accesorio en este mundo. Tras unos instantes así, murmuro que me voy a llevar su alma como se atrevan a irse de esta casa. Los perseguiré allá donde vayan, hasta los confines del infierno. Me desvanezco, caminando hacia atrás, en la oscuridad, a través del armario y vuelta a mi habitación. Me deshago del disfraz y me limpio el maquillaje en el lavabo, ya sin miedo a reír a carcajadas. Maitane, por supuesto, no ha escuchado nada.
Hoy se acaba el confinamiento, en principio, pero estamos a la espera de que se decreten nuevas medidas. Maitane se sienta en el sofá junto a mí y apoya todo su cuerpo contra el mío, la rodeo con un brazo y le acaricio el pelo. Casi puedo sentir el atardecer de aquel lejano día en Urgull. Creo que esta noche vamos a volver a besarnos por fin. Mi hermano está en una silla de ruedas en Sevilla y su amante no quiere saber nada de él. Le he dicho que no se preocupe, que estoy cuidando de su familia y que iré a por él en cuanto nos dejen salir de casa. Mañana Yuri cumple seis años. Tengo un viejo lote de libros que le encantarán, y vamos a hacer tortilla de patatas y tarta de chocolate. La luna llena no tardará en asomar por el balcón. La vida es perfecta. Gritos y escándalos surgen del cuarto de juegos y nos levantamos corriendo. Yuri aparece ante nosotros, en pijama, pero sin lágrimas. Luce una madurez inquietante para su corta edad. Lo más aterrador es lo que trae arrastrando de la mano.
– Ikusi, Ama, te lo dije. – El niño señala una pequeña figura negra, temblorosa, con sombrero y capa arrugados. Es una especie de mono disfrazado, sólo que no es un mono.

– ¿Qué es eso? – Grita Maitane. – ¿Carlos, qué es eso que tiene en la mano? – Creo que nunca la he visto tan asustada.
– Le obligué a decirme dónde está el fuego. – Dice Yuri, sin una pizca de temblor en la voz. – No ha querido decírmelo, pero ya no lo tiene en los ojos. Le obligué a decirme dónde está el fuego. Le obligué…. – Y aquí entra en trance, repitiendo esa frase una y otra vez hasta que su madre corre hasta él y lo abraza, alejándolo de ese engendro embozado que se agita patéticamente en el suelo. Lo levanto. No es un mono. No es un hombre. Es otra cosa intermedia. No es real. Es tangible, pero no puede ser real. No es de este mundo. Es un producto de pesadilla, un eslabón perdido en la evolución, algo que solo debería existir en los libros y en los mundos oníricos de nuestra imaginación donde no hay reglas y todo es posible. Un esqueje de los Grandes Antiguos, un espíritu de Poe, un habitante del umbral de la noche. Eso, y no otra cosa, es lo único plausible. Estoy temblando, paralizado, mientras Yuri dice. – Vive en el armario. Pero le he vencido. Dijo que venía a llevarse mi alma y que no nos marchásemos nunca de esta casa. Pero he superado mis miedos, Ama. Le he obligado a decirme dónde está el fuego…-
Maitane, que no cree en estas cosas, corre hacia el armario. Sé lo que va a suceder. Va a descubrir el doble fondo, con mis disfraces y mis pinturas. No importa. No puedo moverme. En unos segundos su grito va a lanzarme por el balcón. Yo solo quería mantener a mi familia unida y protegerlos. Sólo eso. Yuri, en las puertas de los seis años, ha logrado dominar un sentido que yo nunca he alcanzado. Ver más allá de los libros, mucho más allá del mundo real, caminar por la noche negra de la oculta, fantástica tierra de los sueños y hablar el lenguaje secreto. Se mueve por ambos planos, ha descubierto el sendero del fuego. Será un gran escritor de horror, el mejor que ha habido nunca, y me siento orgulloso. Yo nunca he alcanzado ese nivel y me he pasado toda la vida luchando por ello. El grito de furia de Maitane me traspasa el corazón y el alma y apaga la luz del monte Urgull mientras, en la televisión, se acaban de decretar dos semanas más de confinamiento.

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos? Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram

 

Día 28 de junio de 2020: El mundo entero.

Autor: Bienvenido Maquedano Carrasco.

El mundo entero, tal y como se conocía en 1708, estaba fragmentado en cinco mil piezas dentro de una caja de cartón que llevaba en casa más de veinte años. He descubierto que tenía muchas cosas pendientes de tener tiempo: la pintura de las ventanas, del mobiliario exterior, de los hierros de las escaleras y barandillas; el expurgo de la biblioteca y de los cajones; los lenguados a la meunière. Como ya no podía viajar más allá de la puerta de casa, era el momento de recrear lo viajado e imaginar lo por viajar.
Un buen amigo tiene la costumbre de entrar en Google maps para descansar de la rutina, escoge un lugar cualquiera, un pueblo inmaculado en los fiordos noruegos, una aldea colombiana que bulle de gente con sombreros paisas, un polígono industrial ruso congelado en gris y óxido, da igual. Con el giro de la rueda del ratón se acerca hasta una calle y deja suelto al muñequito que le sirve de avatar para darse una vuelta por sitios que siempre han estado en el extrarradio de la imaginación de los turistas. Así va conociendo mundo desde el sillón de su oficina, destinos de tercera división regional, llenos de tráfico, tiendas de abarrotes, escuelas y calles decoradas con contenedores de basura o con basura sin contenedores. Sopesé seguir su ejemplo, pero tuve la absurda sensación de que tal vez nuestros muñecos coincidirían en la puerta de un burdel húngaro y no sabrían qué decirse.
Desparramé las piezas por el suelo en montículos diferenciados por colores, bordes y letreros. Esto fue al principio de la cuarentena. Los días se fueron sucediendo y dejaron de llamarse martes o domingo, para identificarse con la costa de Guinea, la línea de puntos de la ruta marítima seguida por Abel Tasman hasta Nueva Holanda, o el desafío de tejer la amplia telaraña de paralelos y meridianos. Un día me descubrí los nudillos cuajados de callos de boxeador, de tanto apoyar los puños en el suelo para no tocar los inestables pedazos de mundo que iba uniendo. Lo que empezó como pasatiempo se transformó en misión, en la tarea que daría sentido al tiempo del encierro, en un canto a la paciencia, en la obra hermosa del confinamiento. Montaría el puzle, con su marco ancho en el que se desarrollan el Génesis y el cuento de Noé, sus dos discos con océanos blancos y continentes iluminados, los cuatro forzudos atlas que lo soportan, los dioses antiguos de túnica y barba apoyados sobre nubes de tormenta, y sus rarezas caprichosas (avestruces, dos perdices, una playa, un brasero del que suben volutas de humo). El viernes casi lo terminé. He perdido una pieza, pero si no se mira con atención parece que el mundo está entero.

¡Anímense a participar! Más información sobre el proyecto aquí: Diario literario

¿Quiénes somos?: Equipo del Diario Literario de un confinamiento

¡Síganos por las redes sociales y participe en nuestros retos diarios! YoutubeFacebook, Twitter, Instagram